19.1.22

K.

 Ama mi amigo K. las cosas banales, las que se arrumban al olvido, las que se obstinan en no trascender ni en enamoriscar a nadie. De lo irrelevante extrae casi siempre una enseñanza superior. Será porque leyó lo suficiente a Montaigne o porque lo lleva en la sangre. En esos asuntos sin brillo, de escasa inclinación al afecto, emplea un tiempo fabuloso que otros consagran a labores de tal vez más alto valor, más complacientes al decir ajeno. Le entusiasma la liviandad de sus vicios, esa espuma inadvertida; se ensimisma en esa contemplación doméstica de su curioso ser, le pierde la manufactura preciosa del azar, que le provee a diario de distracciones y le priva de consideraciones más altas. No siendo K. hombre de fe ni teniendo perspectiva de que se le abra el pecho y le acribillen de gozo los coros arcangélicos, en eso se parece a un servidor, agradece como buenamente puede esa reciedumbre personal, ese dejarse llevar sin honduras previsibles, apenas consciente del mal que padece, de esa dulce pereza que le embarga. Otros a los que conozco se embarcan en adhesiones religiosas, en credos, en políticas, en empresas del corazón o del alma que él, aunque  capaz de seguirlas, rehúye, prefiriendo la observación lejana, el privilegiado espectáculo de la vida. Una especie de mindfulness pero sin las alharacas de mercado. Es, sea dicho con absoluto respeto hacia los cobardes, uno de ellos con aspiraciones lúdicas, lector antaño voraz (ahora razonablemente disperso) y escritor enfermo de escritura, aunque el mal (no el de Montano, no el de Alonso Quijano) solo haga que peligre la bondad de la noches, las pertinentes horas de sueño y las veces que los amigos podemos verle y disfrutar de su compañía. Yo mismo soy también débil en mis debilidades y flaqueo en lo que, a fuerza de insistir, no debería causarme flaqueza alguna. En eso, supongo, consiste mi carácter, un poco parecido al suyo, en esas marcas de educación está mi manera de llevarme por las cosas. Y conformo avanzo en edad (es una manera de decir que voy muriendo) mejor entiendo las leyes básicas de mi persona y comprendo la forma de ser de los que me rodean. Es lo que K. llama calar a la gente. A K. se le cala pronto. Es del tipo de personas que no guardan absolutamente nada, que todo lo expresan con meridiana franqueza, sin esquivar los asuntos inconvenientes, diciendo una verdad incómoda, pero salubre. De K. aprecio esa manera suya de hacerse nota en las reuniones. Escucha con la misma fruición con la que habla. A mí me resulta muy francamente difícil mantener un equilibrio entre esos dos vértices de la comunicación. Hablo más que escucho, desoigo, me pierdo a veces en lo que digo, sin apreciar con calma lo que los otros exponen. Será consecuencia de haber sido hijo único y haber forjado (involuntariamente) un carácter en esencia defensivo, expectante. K. no se defiende de nada, todo lo acata, en nada se excita. Es un Bartleby de una inapetencia mayor. Y los dos nos vamos sobrellevando como podemos. Yo le escribo y K. me explica. O es al revés. Los dos, a ver si ya concluyo, escribimos esta página. No tengo a mano ninguna fotografía de K. que ilustre esta pequeña semblanza suya. No la tendré. 

1 comentario:

Pedrodel dijo...

Ay, tu amigo K. y tú!
Qué buen equipo hacéis!

Comparecencia de la gracia

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