9.1.22

El concierto de Colonia


 


Lo del concierto en Colonia de Keith Jarrett cuesta a veces comprenderlo. Una hora en la que una melodía muy pequeña va hacia adelante y hacia atrás y se convierte en otras melodías muy pequeñas también que, a su vez, sin mediar plan que las tutele, se extienden confiadamente y vuelven sobre la melodía principal, que ya no es tan pequeña, pero ha crecido con antojadizo capricho, exigiendo que el que escucha se concentre en el alambique, en los trazos en apariencia descuidados, huidizos. Como sólo está el piano de Jarrett, el asunto es una especie de milagro musical y, en cierto modo, también discográfico.


En el concierto en Colonia uno cree escuchar algo y no tener claro que lo escucha de verdad. Esos dos o tres acordes que soportan el pequeño esqueleto de la obra son lo único necesario. Todo lo demás es improvisación. Está mal vista a veces la improvisación. Se le atribuyen virtudes menores, no tiene el predicamento del trabajo o de la inteligencia, pero hay quien alcanza el cenit de su expresión artística cuando improvisa, cuando no se amarra a un guion, cuando vuela sin saber. El conocimiento está sobrevalorado. Jarrett parte con ventaja: no sabe dónde va. O lo sabe y desdice. A la dulce y estresada Alicia no le importa a dónde ir por lo que no hace falta saber qué camino tomar. Si caminas lo suficiente, le decía el Gato de Cheshire, acabarás llegando a algún sitio. A Jarrett le pasa como al personaje de la trama fantástica de Lewis Carroll o como a quien interpela Kavafis en su poema Itaca y le hace pedir un camino largo. El de Jarrett no es que sea largo (no llegará a la hora contando los cuatro movimientos, creo recordar) pero es un prodigio de creatividad, un viaje fabuloso al interior de un músico en absoluto dominio de su oficio. 


Ustedes me dan un piano, me llenan las butacas de público educado y yo me encargo de lo demás, parece decir Jarrett. Lo que hizo es una abrumadora obra de arte por muchas razones: parece un disco recitativo de piano clásico, pero hay desarrollos propios del jazz, digresiones más en consonancia con la esencia libertaria del jazz. Hay también destellos que podrían pasar por diminutas (inapreciables casi) concesiones al pop, a la canción más rudimentaria, más festiva, menos preocupada de investigar, sino de festejar y hacer que el que escucha pueda más tarde tararear sin mucho esfuerzo, silbarla despreocupadamente. Incluso se escucha una melodía y el pianista tararea otra que se acomete a continuación, una vez finaliza la que reproducía el piano. Como si el artista tuviera dos cerebros. Quizá los genios tengan dos cerebros.


El concierto de Colonia es famoso en los corrillos chismosos del jazz por otras buenas razones: el piano que se le preparó a Keith Jarrett no era el que pidió, sino uno más pequeño cuyo sonido no era el apropiado para la música que pensaba tocar; había llegado desde Zurich ese mismo día y se había metido entre pecho y espalda un plato bien servido de pasta poco antes del evento y sudaba copiosamente; una faja aliviaba un problema de espalda y había dormido muy poco. Con todo, arrimó la banqueta y empezó a tocar y a gemir y a gruñir. Jarrett hace eso en los conciertos. Se le escapan los gemidos y los gruñidos cuando acomete algunas partes más sensibles o comprometidos al modo en que le sucedía a Glenn Gould y, en menor medida, a Michel Petrucciani. El concierto de Keith Jarrett en la Casa de la Ópera de Colonia hace amar el jazz. Qué digo el jazz: la música, la vida. 

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