El mejor plan no es no tener ninguno a mano, nada que hacer, ni que espere nadie que hagas. Hay días en los que sólo tienes ese anhelo. El de no ser visto. Hay más días en los que no dejas de hacerte ver. Pones el pie en el suelo y se sabe dónde estarás y qué estarás haciendo. Se puede montar una especie de manifiesto de campaña en el que se hace inventario de los pasos que das y de los lugares que visitas. Algunos exhiben una recia entereza y parecen abrigos con los que guarecerse del frío. Otros están abiertos a que se los llene a capricho. No se espera nada asombroso de ellos, no hay tampoco evidencia de que nada los saque de su tránsito manso. No importa que nadie nos llame, ni que tengamos que pronunciarnos con solemnidad sobre algo trascendente. No se nos va a pedir cuentas cuando el día acabe. Ni se nos ocurre a nosotros estar al tanto de lo que hacen los otros y, mucho menos, hacer que nos cuenten. Se vive bien en esa pequeña armonía doméstica en la que despachas quintos de cerveza, tapas de queso, novelas largamente abandonadas o escribes un poema larguísimo que guardas para subir al blog más adelante. Un día en el que no piensas en nada de lo que acostumbras y vas de una actividad a otra sin urgencia, un poco también sin empeño. Cosas de domingo.
7.2.21
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