Creo en la intimidad de los relojes. En la prevención del dolor. En la ebriedad de los abrazos. En la verdad inaplazable y en la belleza de las mentiras. En el swing de Benny Carter. En el tacto de la arena. En el blanco de una hoja antes del poema. En el efecto curativo del amor. En las jam sessions en un sótano viciado de humo y alcohol. En las comidas compartidas con los amigos. En las visitas inesperadas. En mi disco duro. En la obsesión. En las manos de Bill Evans cuando pensaba en Debby. En los ojos de Bette Davis. En la luz de los flexos. En la luna en la calle Bourbon. En los patios de recreo en las escuelas. En los domingos cuando llueve al borde de una novela de intriga. En la cruzada contra todos los tercos del mundo. En los sonetos de Góngora. En el libre albedrío. En mí en alguna breve y fortuita ocasión. En los rascacielos de Manhattan. En el bourbon amable de las noches. En Kingpin con un traje blanco del tamaño de la Cocina del Infierno. En la lluvia ofrecida como un regalo. En las palabras de los niños. En el verbo promiscuo del sexo. En la longevidad de la luz. En los cajones. En la educación y en las aulas. En El Progreso. En la historia del Minotauro contada por Borges. En los sueños y en lo que traemos luego cuando despertamos. En los hoteles a pie de playa. En mi abuela Luisa. En los ojos azules de Paul Newman. En las road movies. En los riffs de los setenta. En el choco de Punta Umbría. En las manos precursoras de mi padre y en sus ojos locuaces. En en la RKO. En el olor de los libros. En la soledad presentida en las calles. En la letra de Your song. En los músicos de jazz que te hablan al oído. En George Bailey. En las minutos que preceden al sueño. En la alta fidelidad en mi Marantz. En cebras que cruzan las nubes. En el poder liberador de las metáforas. En la independencia moral del hombre frente a la religión de los ciegos y de los que no creen de verdad. En la inspiración. En la pereza infinita de algunas tardes de verano. En la Rosa de los Vientos. En el trabajo terco que sirve a los demás. En Machado en Baza. En las canciones de amor. En los versos de Walt Whitman. En la bodega de mi amigo Jesús. En los cuentos de Saki. En los podcasts. En el cine negro cuando el alma pide crudeza. En los cuentos breves. En las calles de mi infancia. En los viajes de fin de curso cuando tienes doce años. En el poeta en Nueva York. En el arrepentimiento. En la certeza de que un mundo mejor siempre es posible, aunque sea mentira. En los cuerpos cuando jadean. En las noches infinitas con un buen libro. En el agua en un aljibe. En las lágrimas. En la lírica del invierno. En un café negro (o fueron cinco) compartido (hace años) con Antonio Sánchez. En el Chelsea Hotel. En los amores imposibles que terminan en tragedia. En la dulce pereza de las mañanas de domingo. En la mansedumbre. En el desaliño que precede al orden. En la imperfección. En el león de la Metro. En lo turbio. En las nubes arriba en el cielo. En la oscuridad de una sala de cine. En los ensayos de Montaigne. En los endecasílabos. En el vasto éter del armonioso cosmos. En los árboles que tutelan un corazón. En el desprecintado de un buen disco recién comprado. En la bondad de la gente a pesar de que sea escasa y dure poco. En la imaginación. En los diálogos de Woody Allen. En el desorden razonable. En la lujuria. En las tetas de Roberta Pedon. En los paseos marítimos. En las barras de los bares. En la fragilidad. En la tortilla de Santos. En la locura de los poetas. En los escaparates reventones de libros. En las ninfas de los ríos. En las brújulas del alma. En John Ford en Monument Valley. En el vértigo que precede al numen. En el instinto. En Peter Parker luchando contra Doctor Octopus. En la firmeza tras la flaqueza. En los amigos que no vuelven. En la duda. En los prodigios del azar. En el azar mismo. En las estaciones de tren. En la justicia. En Dolores cantada por Hilario Camacho en un patio salesiano. En la espuma de la cerveza. En los amigos, en los que no están y en los que me buscan. En la risa. En el llanto. En el bookcrossing, que he practicado poquísimo. En la noche casi por encima de todo. En el alto y luminoso idioma inglés de Shakespeare. En Leonard Cohen adaptando a Lorca. En Russ Meyer y en Kitten Natividad. En las bibliotecas incluso cuando no llueve. En las rubias de Hitchcock. En la estatua del jardín botánico. En los paraguas. En los bancos de los parques. En el olor del whisky. En las novelas gordas. En el blues cuando se comparte bien ebrio. En la honradez. En la épica. En la política (aún). En el saxo catedralicio de Coleman Hawkins. En las tribulaciones de Nabokov al inventar a Lolita. En Gil de Biedma en las Filipinas. En mi mujer y en mis hijos. En el coro operístico de la rapsodia bohemia. En mi ipod cuando va pletórico de blues. En los muertos de Allan Poe. En las bestias míticas de Lovecraft. En la panza barroca de Lezama Lima. En una Voll-Damn bien fría servida en un buen vaso. En las calles del barrio de la Villa en Priego de Córdoba hace más de treinta años. En la vuelta a casa por el judería en los ochenta. En las vueltas del aire. En la nieve limpia que cubre los coches en mi calle. En la ciencia por encima de los salmos. En el bendito gozo de abrazar a quienes amamos En las calles de Londres, donde nunca he estado. En las piscinas del verano. En la melancolía. En Peter Pan con Campanita. En Billy Wilder. En las ecuaciones de segundo grado. En el rumor del viento anoche en la ventana. En los sultanes del swing. En la promiscua moral de Humbert Humbert. En Billie Holiday cantando Strange fruit. En el insomnio de la sangre. En la belleza de las heridas. En James Cagney en la cima del mundo. En la obediencia de los días. En lo mágico cotidiano. En el novicio temblor de sentirse amado. En los excesos. En el asombro. En la modestia. En los países que no salen en los mapas. En los tigres. En los laberintos y en los espejos. En los astronautas. En los caballos perdidos en cualquier tormenta. En el vértigo. En los abismos. En la verdad de los altares. En las catedrales. En el diario minucioso del alma. En lo inasible. En la disidencia. En la reflexión. En esa leve comezón que anuncia el júbilo. En la felicidad sencilla del solo de trompeta de So what. En el pudor. En todas las vidas improbables que no tengo. En Thunder road tocado en directo. En el río de Heráclito. En los himnos sin letra. En las resacas portentosas del goloso ayer. En los poetas que escriben en servilletas de un bar. En la ternura. En las posadas a mitad de la noche. En los regalos. En los sábados por la noche a solas con mi novela. En la poesía mística. En el realismo sucio. En las alucinaciones. En el vuelo de la carne alegre. En el ala festejando el azul. En el frío. En las rosas. En las lagartijas en los muros. En los trampolínes. En las turbaciones. En los paseos en el declinar de la tarde. En los preliminares. En el oleaje. En los jadeos. En las distancias. En los domingos vibrando en una taza de café. En las fugas. En el despilfarro. En la pureza. En la impureza. En las imprecisiones. En las precisiones. En los jinetes, vastos y nocturnos. En las palabras que arden en los diccionarios. En los nombres. En el Golem en Praga. En la gloria de saberse póstumo. En los íntimos avatares de la felicidad. En la manga del tahúr. En la blonda de la novia. En las libaciones de la razón. En la inminencia de la luz. En los vampiros que pueblan mi adolescencia lectora. En los próximos cinco minutos. En la épica de los perdedores. En remotos pájaros improvisados. En los 39 escalones. En los fuegos artificiales. En el néctar libado a conciencia. En Summertime. En el confort de los trenes. En los patios de Córdoba. En Kafka cuando era Samsa. En la soledad que se anhela. En las biografías de los héroes. En la ciencia ficción. En el Renacimiento. En la cubierta del Potémkin. En la anuencia del cuerpo. En Grecia. En los Viernes a las dos de la tarde. En los palacios abandonados. En el orden secreto de las cosas. En el invisible andamiaje de las horas. En la fuga y en el regreso. En los discos prestados. En perros desbocados en un sueño. En las sílabas del tiempo. En la cordura. En las tascas profundas de las que es casi imposible escapar. En el cansancio. En la mécanica celeste. En las fuentes en el campo. En la obscenidad. En lo frívolo. En el discurso del corazón. En el cine de espías. En los sábados en Córdoba con Rafael Roldán. En las novelas de viajes en el tiempo. En la voz de Freddie Mercury. En mi amiga Auxy. En las trincheras contra el fanatismo. En los superhéroes de la Marvel. En el escenario de un teatro. En los asedios galantes. En el pub Tempo y en sus cuadros de vaginas voladoras. En la pompa y en la circunstancia. En el pólen. En el mar de noche. En todas las barras de los bares. En todas las migajas de pan en los caminos. En todos los cuentos que se improvisan. En todos los que creen con fervor en algo. En las maletas. En Henry Mancini. En mis alumnos. En los apretones de mano. En los prólogos brevísimos. En mi colección de discos. En mis películas. En mis libros. En el café que tomo en el trabajo a mitad de la jornada. En los tejados. En un hotel de Úbeda (hace poquitos años). En un hostal de Sevilla (hace más). En las gacelas en un cuadro. En las resacas. En El Circo del Sol. En la voz de German Coppini en sus buenos viejos tiempos. En el jamón cortado como Dios manda. En el discreto oficio de irse uno viviendo. En Humphrey y en Sam. En la cara perfecta de Ingrid Bergman. En los secretos. En Robert Siodmak. En Annabel Lee. En mí en ocasiones. En algunos palimpsestos. En la caligrafía del deseo. En el ayer. En el mañana. En los misterios. En la fragilidad. En Stan Getz filtrando bossa nova. En Jimmi Hendrix tocando Purple haze. En el cinemascope. En Sunset Boulevard. En la poesía como un arma cargada de belleza. En el sur. En el norte. En la lluvia que cae en un patio de Cartago. En los vicios. En Oliver Twist. En las enciclopedias. En Katherine Hepburn y en Spencer Tracy amándose a escondidas. En los cromos del Atleti cuando Leivinha. En las gambas de Huelva. En las sesiones dobles. En Nueva York y en Tokio. En el corazón tan blando. En el alambique formidable de los sueños. En la pólvora. En el fuego. En Christopher Walken vestido de militar en Pulp Fiction. En la ceniza. En la alquimia de las palabras. En las listas. En la velocidad de las nubes. En el festín de los ojos. En los malabarismos de Burt Lancaster. En la zozobra. En la penumbra. En Cary Grant haciendo comedia. En la cara de mi mujer cuando me mira. En las walkirias. En los gnomos. En Coppola sobre el Mékong. En Jack Bauer. En Charlie y su fábrica de chocolate. En John Coltrane en el Village Vanguard. En las volutas barrocas de Bach. En un tren de algodón que anoche descarriló en mis sueños. En la noche en las afueras. En el libro que ahora estoy leyendo. En el día de mañana. En la bendita ilusión de que mañana será mejor día que hoy. En la debilidad. En las mujeres fatales de los cincuenta. En la farándula. En el uso que Scorsese hace de los Rolling Stones en sus films. En los libros que leen mis hijos cada noche. En la lucidez. En el principio de algo . En el cine por encima de casi todas las cosas. En el azul. En mi calvicie. En la posibilidad de que alguien descubra cómo curar el cáncer. En la felicidad de los míos. En los espetos en los chiringuitos de Fuengirola. En los pestiños. En la inteligencia. En las alfombras. En la coda de Layla. En las librerías de viejo. En un Chesterfield en una terraza. En los grandes almacenes. En las imprudencias. En las algas. En las paredes de Lubitsch. En los cameos de Hitchcock. En los vinilos de segunda mano comprados en La Corredera. En King Kong cuando está enamorado. En los poemas de Luis Alberto de Cuenca. En Suzanne en un viejo pick up en casa de Marcelino. En las hélices. En Robert Louis Stevenson. En la invención de Morel. En las hadas. En habitaciones alicatadas de libros. En H.G. Wells. En conversaciones por teléfono que duran mucho. En la letra impresa, aunque sea el prospecto de un mucolítico. En los buzones. En los haikus de Manolo Lara. En la Plaza de los Caballos en Priego de Córdoba. En los sueños. En los espejos. En Stephen King. En el bikini. En las terrazas de verano. En la cercanía de un cuerpo a mitad de la noche. En los primeros años de Genesis. En las turbulencias del alma. En la muerte absoluta del cuerpo. En Van Morrison. En algunos argumentos de Paul Auster. En el inglés cristalino de Frank Sinatra. En las polaroid. En las películas de la Hammer. En la historia de Olvídate de mí. En el olor del azahar. En los barrios antiguos de Córdoba. En las mañanas de Domingo sin nada que hacer. En los abrazos. En los pubs ingleses. En las playas al amanecer. En el tacto del pelo. En mis Bowers & Wilkins. En los cuentos de tradición oral. En las historias de fantasmas. En Elvis. En Wonderwall. En todas las pin up girls. En la versión en directo de Love of my life. En el silencio. En el ruido. En los libros que me recomiendan quienes me conocen. En este blog en el que me retrato a diario. En algunos maestros que he tenido. En Dios en una novela de mi amigo Raúl. En una noche de San Lorenzo con Blanca, Eloísa y Pedro. En el respeto. En los dibujos de Ramón. En las palabras para Julia. En una cafetería art-decó en Viena. En la cordura. En la cultura como brújula. En el amor de mi amor. En todos los cerdos de pezuña negra y rica bellota en el alma. En la sonrisa de María y de Olivia. En mi hermano norteño con su Antártida perfecta. En los aforismos. En la providencia. En la etérea dulzura de una mirada. En los defectos de los que amo. En la conversación. En la elocuencia.
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2 comentarios:
Yo tuve alguna relación con Julia a través de Facebook hace años y fue lo más decepcionante que he conocido tras un poema tan maravilloso como el de su padre. Ese poema la condenó para siempre, sobre todo por la versión de Paco Ibáñez. No se puede vivir a la altura del mito, uno siempre resulta pedestre. Y Julia es una mujer pedestre, la condenaron desde niña con ese poema y esa versión a la que nunca podrá igualarse.
La vida va a veces por detrás o por debajo de la literatura. No ya sólo por detrás o por debajo de los mitos, que son una construcción a salvo de los rigores de la realidad, tan gris a veces. El poema y la canción estarán por encima de quien las animó. Joselu, un saludo y un abrazo.
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