22.2.21

Dietario 53

 Ver está sobrevalorado, me dijo K. Se le concede a lo invisible una autoridad moral que no tiene lo sensible, lo que registra el ojo. Esa orfandad de la realidad ha fabulado dioses y ha levantado iglesias. Si la humanidad no hubiese cerrado los ojos del cuerpo y abierto los del alma, no sé qué sería ahora de nosotros, no alcanzo a comprender hacia dónde habría ido la Historia.

Anoche mi amigo K. estaba caído del lado metafísico. Se le ocurrió esa idea, sacó el móvil del bolsillo interior del abrigo (uno recio, de paño, con cuellos que se alzan y cubren el cogote y las orejas) y apuntó en Notas de su móvil esa idea que acababa de rumiar. La escribe por no perderla, me confiesa. Lo que no entiende es la razón por la que de pronto esas ideas prorrumpen, ocupan su atención y lo distraen de cualquier otra cosa que estuviera haciendo en ese momento. Por más que ha pensado en eso, en comprender el nacimiento de cada pequeña inspiración creativa o poética o intelectual que le sobreviene, no ha llegado nunca a ninguna conclusión, nada que compartir con los demás o con lo que partir él mismo y poder indagar más. Se preocupa mucho K. de estos asuntos. Le digo que no se maree más de la cuenta. Que quizá no haya manera de desentrañar esa incógnita suya. Pasa lo mismo con los sueños, le digo. No teniendo ningún sueño pies ni cabeza, el que tuve anoche fue un desquicio sobresaliente. Ni pies, ni cabeza, ni corazón. Porque tuvo un curioso (e inédito, que yo recuerde) punto de crueldad. Le relaté con más o menos detalle la trama que había salvado del olvido y le pedí que me absolviera de la terrible culpa que sentía.
A soñar no se le da, en cambio, mucha importancia. Será porque todo lo soñado se desvanece con esa rapidez que suele y, de quedar algo, dura en la memoria una brizna irrelevante de tiempo y tampoco sabría uno armar con esos rescoldos un fuego fiable, una historia que no flaquee por ningún lado y podamos considerar propiedad enteramente nuestra. Uno sueña atrocidades sin que anide la culpa o el remordimiento. Los episodios felices, incluso los exultantes, los bendecidos por todos los ángeles de la dicha, tampoco llegan para quedarse. Se retienen escenas sueltas, se puede hilar un argumento fragmentado, que pide con urgencia que le incrustemos los trozos que no posee. Esa escritura invisible la ejercemos todos, le digo a K. Quizá hemos venido al mundo a contar las cosas que no vemos. Por eso no hace falta ver para comprender la naturaleza primordial de las cosas. Lo que no se justifica por la razón o lo que no cuadra con la ciencia (la poca o la mucha de la que dispongamos) se normaliza con la invención, con la literatura, con la fe, con los sueños. No hay día en que no deseemos recibir nuestra cuota de fantasía. El relato cotidiano. Son los cuentos los que nos salvan. Los creamos o los crean para nosotros, pero no hay día en que no nos seduzcan. La realidad es insuficiente, la verdad no satisface nunca, la luz no llega a todos los rincones.
Pensamos en pájaros y los escuchamos volar por encima de nuestras cabezas. Sabemos que no están, pero creemos en ellos. La fe es esa voluntad contra la que nada puede hacer la realidad. El porqué de elegir pájaros en lugar de cualquier otra criatura es lo que todavía no puede explicarse sin entrar en la fronda de un bosque virgen. Tal vez no pueda explicarse nunca. Dentro de ese espesura está Dios o no lo está en absoluto, si es eso lo que preguntas, K. De existir es en ese bosque en donde anda, en el follaje, en lo tupido, en lo que ni las manos (por mucho que aparten) logran aclarar. Se entra a ciegas, se pasea en la confianza de que seremos guiados, de que nada malo nos ocurrirá. No estoy hablando de la religión o no sólo estoy hablando de ella. Ese bosque es la literatura o es la música o es el amor.

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