7.2.21

La escuela es la brújula que apunta al futuro


 


No sé cuándo fue la primera vez que quise ser maestro. Por más que me esfuerzo, no sé hilar un recuerdo que me lleve a otro, hasta que aparezca con nitidez el momento en que descubrí mi amor por la escuela. Quizá, por satisfacer una respuesta, todo provenga de la primera vez en que quise ser alumno, en que la escuela fue una especie de segunda casa, incluso la primera, en ocasiones. Se vive bien mientras los demás te cuentan el mundo. La responsabilidad de contárselo a otros se extrae de esa voluntad primera, la de sentirse agasajado cuando un maestro se vuelca contigo y te razona el movimiento de los planetas o el lugar en donde se meten los adverbios en las frases, pero también sobrevuela la bondad misma de la escuela, esa especie de sensación de útero que proporcionan y de la que no te desprendes nunca. Cuando vuelvo a diario y entro en el patio y abro la puerta de mi aula, no organizo mis pensamientos y razono las cosas. Todo funciona de un modo natural. Lo que sí aprecio en ocasiones es que entro en mi casa. La siento mía y de ahí la obligación moral y sentimental de que todo bajo su techo funcione lo mejor posible. No se le echa a la escuela en cara que haya días malos, habiéndolos. No se le reprende por nada. La escuela es un templo y no se cuestiona las razones de la fe. No hay casi nada tan placentero como entrar en tu clase y empezar a preparar el trabajo, pedir que abran los libros o que no los abran en absoluto y la clase avance alegremente sin programas ni objetivos, sino llevada por el viento de los sentimientos, ungida por el milagro de la comunicación. Porque hay días en que la escuela es un lugar en donde festejar la improvisación y en el que es posible alegrarse de que exista la creatividad y prospere lo inesperado. En lo que yo recuerdo de mi vida como alumno (lo es siempre uno, en todo caso) siempre se percibía la certeza de que algo extraordinario podía pasar en cualquier momento. Algo de lo que hablar al salir del colegio, algo de lo que presumir después. Porque la escuela de verdad, ésta de la que hablo, sucede en los pasillos del aula, dentro de ese recinto maravilloso en donde el maestro y los alumnos representan un fragmento de la vida, el que apela al respeto y al orden, a la inquietud y al conocimiento, al trabajo y al esfuerzo, pero también al humor y a la libertad, a la fantasía y al amor.

Lo que malogra esta declaración amorosa es lo que se cuece extramuros. Duele que se la zarandee como lo hacen. Que no haya día en que no ocupe un titular en los medios de comunicación por asuntos que no son incumbencia suya, sino de las familias o de la sociedad o de todos juntamente, pero no competencia exclusiva de su trabajo, del que los maestros realizan para que el mundo gire mejor de lo que lo hace. No hacemos otra cosa. Algunos creen que preparamos a los obreros del futuro. Que de las aulas en donde impartimos Lengua, Matemáticas, Inglés o Cultura Digital (sí, también enseñamos a los alumnos a que se  muevan en entornos cibernéticos) saldrán ingenieros, abogados, hackers con nómina o columnistas en periódicos de primera línea. Hacemos eso, cómo no, claro que lo hacemos, pero también inculcamos hábitos, impregnamos el alma (donde quiera que la tengan o para lo que lo sea que en el futuro la usen) de valores y de nobles aspiraciones. No hay maestro que no desee que sus alumnos sientan la responsabilidad de contribuir a la mejora del mundo. No hay ninguno que no se aplique con fiereza en la construcción de una voluntad. A los padres les queda la labor más íntima y también la más compleja. Van las dos juntamente hacia el mismo sitio. Una (da igual cuál) puede malograr lo que la otra ha forjado trabajosamente. Quizá una de las trabas de que la escuela funcione de verdad proviene de que todavía no hemos encontrado las intenciones comunes padres y maestros, no ha habido un entendimiento absoluto, no ha existido (del modo al menos en que debería) esa constatación hermosa de que la empresa es común y a que a los dos se les exige responsabilidad en el ser humano que se está moldeando. Tampoco nos hemos puesto de acuerdos maestros y políticos. Ahí está el roto más visible, por el que se extravía el proyecto. Andan estos días en los despachos diseñando un plan educativo. Están borrando un mapa para poner otro encima. El palimpsesto será (en lo que yo alcanzo) igual de mediocre que los anteriores. Hasta que no pongan maestros en esos despachos no habrá una escuela a la altura de los tiempos que nos toca vivir y los que están ahí asomándose, convulsos, raros, confiados a disciplinas de las que todavía no sabemos nada y a las que, sin embargo, enfrentamos a nuestros alumnos. De verdad que es un oficio hermoso. Duro también. La suya es una dureza necesaria tal vez. No todo es confortable, ni todo es poético. Lo sabe el que cierra la puerta de su aula y comienza a diario la representación. Es la mejor obra de teatro del mundo. No hay ninguna que la supere en expectativas y en ilusiones.

Es imposible hacer un recuento de todo lo que hemos perdido en la escuela. De lo que estoy seguro es de que a pesar de todo es la mejor escuela que yo he conocido. Lo es porque son más los frentes contra los que hay que batallar para sacarla adelante. Antes, en el no siempre glorioso pasado, la escuela era una nave que se mantenía a flote a pesar de las embestidas del mar, que la zarandeaba y amenazaba con volcarla. Hay muchos buenos barcos en el fondo de los mares. Basta que la tormenta malogre la estabilidad. En los años en que llevo ejerciendo de maestro jamás he visto que se hunda un colegio. De lo que hablamos es de la imagen que el colegio proyecta fuera, de lo que se percibe en la calle y en los medios de comunicación, en la realidad fuera de las paredes de los centros escolares. Lo que te desmorona, lo que hace que te sientas desesperanzado y triste, es que el mar, ese mar bravío, encabritado, hostil a veces, esté dentro, y no pueda uno hacer que los que organizan la ruta y perfilan en sus despachos los trayectos, los itinerarios y los indicadores de garantía de que el viaje sea idílico - por qué no va a serlo - razonen lo errático de sus normas, lo muy alejadas que están de lo que es una escuela y de cómo funciona. 

Hemos perdido la inocencia, aunque quizá nunca la tuvimos. Ahora estamos más cercanos a la indignación, aquélla tan lustrosa en comicios pasados. Nos obligan a mirar con desconfianza, a pensar que los que administran la cosa educativa pública saben poco o no saben dejarse aconsejar por los que pueden saber algo más o saben, bueno, vale, sí saben, pero no se arriesgan a usar el sentido común, el que a veces no coincide con los programas de los partidos y con el hipotético beneficio de las urnas. Vendidos estamos. Siempre lo estuvimos, a mi entender, pero lo de ahora es más evidente, se manifiesta con más crudeza, se percibe con una más honda impotencia. Porque no podemos hacer otra cosa que acatar y cumplir.  Porque no podemos hacer otra cosa que acatar y cumplir. Se acata y se cumple con la misma entereza profesional incluso entendiendo lo ineficaz o lo absurdo de lo mandado. De tan acostumbrados a lidiar con problemas, hemos llegado al infeliz punto en que las cosas bien hechas merecen el elogio que no debería hacerse. Lo normal, lo ajustado a la lógica, se está convirtiendo en un anomalía. De ahí viene que uno festeje las briznas de sentido común y desee que duren y no sean flor de un alegre día

La honradez, el deseo de que la escuela, por mucho que se la zarandee, no acabe volcada en tiempos de mar picada, hace que sea ésta de ahora la mejor escuela de siempre, la que está mejor formada, la que ofrece una formación más integral, en la que se crean mejores personas, personas más sensibles, con mayor preparación cultural. Creo que acabo de dar con la palabra a la que no hemos prestado atención o a la que no se ha querido dar la atención debido: cultura. Esa es la clave para que no se acabe desmadrando un país y cada uno campe a sus anchas y mire sólo el ombligo que le ocupa el centro de la panza. Si la cultura se dignifica y se le concede el puesto de preeminencia que merece, el mundo giraría mejor, lo haría con más elegancia, no ofrecería la triste evidencia de girar a saltos, de que no han servido todos estos milenios de convivencia para encontrar un modo de aceptarnos y de querernos. Será que no nos aceptamos o que no hay motivo alguno, ninguno razonable, útil y práctico, para que nos queramos los unos a los otros. 

A falta de esa falta de amor, la que sale perdiendo siempre es la escuela, que es el fundación primera del hambre de vida. Es en la escuela en donde aprendemos a amarnos, a considerar la belleza del mundo. Los maestros tenemos la encomienda de hacer que el mundo que está por venir sea mejor del que transcurre y, por supuesto, infinitamente mejor que el ya transcurrido. Se nos pone esa dura empresa entre las manos, pero luego se nos desatiende. Incluso en el peor de los casos, no es que no caigan en que existimos y tenemos voz y alma y corazón y profesionalidad a espuertas: lo terrible es que se nos zancadillea, se esmeran en colocar obstáculos en el camino, en hacer que el tiempo del que disponemos se reparta en registrar más que en enseñar, en rendir cuentas más que en enseñar a contar, en formalizar papeles más que en hacer alumnos formales, en convertir la escuela en una máquina de hacer estadísticas; estadísticas que casi nunca son verdaderamente útiles o estadísticas que nosotros conocemos sin necesidad de gastar más tiempo del necesario en hacer que consten. 

La escuela es un milagro cotidiano. Parece mentira que salga adelante, más en tiempos pandémicos, sorprende que no haya desánimo en los obreros que la abren y la cierran, las piezas canjeables de maestros que van y vienen y se dejan la vida - literalmente - en hacer las cosas lo mejor que pueden. Y pueden mucho y saben mucho y de ellos es la responsabilidad de que el futuro sea mejor que el presente e infinitamente más feliz que el pasado. Luego están los registros, las urgencias de los políticos, la incapacidad que en ocasiones demuestran para gestionar la escuela, en la que no entran, de la que saben cosas de oídas, sobre la que recae, al cabo, tanto y tan delicado. No has habido mejor escuela que la de ahora. Ninguna. Ojalá sea ésta la peor que se recuerde. Ojalá la tormenta amaine y cunda entre los que manda la idea de que no se toca la educación, que no es un pastel trozeable al que todos los nuevos invitados a la fiesta pueden hincarle el diente. Y lo hacen, vaya sí lo hacen. Y con qué aplicado esmero alardean después de lo sabroso que estaba

La escuela es también el claustro de maestros que la forman. De algunos de los maestros que tuve guardo un recuerdo borroso, no me atrevería a hablar de ellos, por temor a equivocar mi juicio o por permitir que intervenga la nostalgia y les haga crecer y aparentar ahora lo que no fueron. No pensaré en ellos ahora, no lo hice antes tampoco. De otros, sin embargo, tengo un recuerdo que no ha sido rebajado por el tiempo, como si acabara de dejarlos hoy mismo y todavía escuchase sus voces en el aula o en los pasillos. Alguno me susurró al oído lecciones que han perdurado siempre. Me hicieron bueno, creo yo. Toda lo malo que después haya podido impregnar mi espíritu no ha borrado del todo esa bondad que me inculcaron. Lo de menos es que aprendiese mucho o poco o que mis calificaciones fuesen espléndidas, no viene al caso que lo fuesen o no. Que en algún momento de mi vida decidiese dedicarme a la docencia es, en parte, por ellos, por esos buenos maestros que cuidaron de mí y me llevaron de la mano y luego, cuando lo consideraron oportuno, me la soltaron. No sé si a quiénes he cogido yo de la mano y si alguno tendrá hacia mí el agradecimiento que yo les profeso a los míos. En esta ocasión es el alumno el que habla, no el maestro sobrevenido más tarde, feliz en su aula, convencido de que la escuela es su segunda casa, a pesar de en ocasiones duela el poco aprecio que se le tiene afuera y el descrédito que uno percibe. Al final son los niños los que perduran, son ellos los que hacen que merezca la pena este oficio.  Me causa malestar que nos zarandeen como lo hacen, me apena que la escuela pública no esté considerada como una de las instituciones más nobles y necesarias. Porque no se pasa por la cabeza que no sea así. Es en la escuela en donde empieza todo. No hay nada que seamos en el futuro que no haya nacido en una escuela y haya sido guiado por un maestro. Está ocurriendo que el maestro no tiene la consideración de antaño, no se le reconoce el peso enorme que lleva a cuestas. Yo, al menos, constato esa desafección. Debe ser la misma que se tiene por las librerías. Se cierran más que nunca y ya nadie se atreve a abrir una nueva. Los libros, que son maestros privados, también nos llevan de la mano y nos educan, a su secreta y firme manera. Que no se cierren escuelas es por una mera circunstancia normativa. No depende de quienes las ocupan, ni de los maestros, ni de los padres, ni de los alumnos. No existe ese escrutinio feroz, no está la escuela al antojadizo capricho de nadie, pero poco a poco se la va cuarteando, se restringe su ámbito de influencia, sólo aparece en los medios de comunicación cuando hay un caso de acoso o cuando roban en ellas o cuando un padre agrede a un maestro. Hoy hablo yo de mis maestros, de los antiguos que tuve y de todos los que me han acompañado y todavía lo hacen en la escuela en la que trabajo a diario. Aprendí de todos, todos contribuyeron a que yo fuese mejor maestro o mejor persona. Al final se trata de eso, de ser buenos y de hacer el bien. Se ve que ando sentimental hoy, no me presten mucha atención. Será uno de esos estados de cansancio. 

Andamos estos días celebrando en la escuela (en la mía, en todas) la paz. Es fácil ese festejo: se explica en qué consiste ser humano, ser razonable, ser conciliador, ser afectuoso, ser cívico, ser comprensivo: todos esos grandes adjetivos que sirven para que todo fluya como debe y el futuro se abra como una flor a la que bañe la luz y no la asedia la niebla, pero hay niebla afuera, más de la cuenta, más (a veces) de la que podemos contener desde dentro de esa escuela. La labor que llevamos a cabo necesita coraje: hay muchas adversidades y hay obstáculos. Si no fuese por nuestro acopio de fuerza (a diario, no hay día en que no se traiga de casa esa fuerza) esto de la escuela hace tiempo que se habría ido al carajo. No se ha ido y no se va a ir. La escuela va a seguir abierta. Los maestros seguiremos haciendo nuestro trabajo lo mejor que sabemos. Los padres van a seguir confiando en que sus hijos están confiados a personas que velarán por su instrucción y por su formación, por su educación y por su diversión. Hay que instruirse y hay que formarse y hay que educarse y hay que divertirse. Eso hacemos ahí adentro: instruir, formar, educar, divertir. La paz, sí, la paz todos los días. No hay palabra que contenga más palabras dentro que ésa: paz. Ninguna como escuela que incluya más concordia y armonía y futuro. Porque somos es el futuro. O es nuestro o no es de nadie. 

Ahora voy a hablar de mi colegio. Toca decir que es el mejor en el que he estado, habiendo trabajado en muchos. Toca explicar (sin alargarme demasiado, ya es largo el texto) que hay maestros formidables. Los quiero y los admiro. Los tengo cerca y aprendo a diario de ellos. Da igual que lleve uno muchos años (treinta pronto) yendo a la escuela y haciendo mi trabajo. Cada día es distinto, cada día es nuevo, cada día es hermoso, cada día enseña cosas diferentes. Enseñar es aprender: quien no haya aprendido eso no será un buen maestro jamás. Así que mi colegio es paz y hoy (es domingo, no estoy allí, ya vendrá el lunes) me toca vender mi colegio a quien desee comprarlo. Hay un pedazo para todos. Es de todos. Siempre va a ser de todos. 





1 comentario:

eli mendez dijo...

Me siento muy identificada con este escrito !! totalmente de acuerdo en que la escuela también es nuestra casa, la de los docentes...y también acuerdo en que ya hace tiempo ha dejado de preocupar a los sucesivos gobiernos la cultura en general, distrayendo la atención de profesores y padres con otras cuestiones no relevantes a la "verdadera formación de un alumno". Una profesión gloriosa, realmente "ser docente"( en todos los tiempos)...Hoy lamentablemente , en mi pais, se sufren muchos deterioros no solo debidos a la pandemia , sino estructurales en el sistema educativo y en lo que atañe al financiamiento de las escuelas publicas , muchas de ellas en estados deplorables.
Todo afecta a maestros y alumnos que tienen que enseñar y aprender en lugares con frio, que se inundan, destruidos.. Dios quiera esto se revierta y todos los niños y jóvenes tengan las mismas posibilidades educativas. Ojalá los planes de estudio realmente prioricen los valores que se deben sustentar un una persona ,y focalicen en el desarrollo de las verdaderas capacidades e intereses de cada uno.Que bueno esto de poder estar a gusto en un colegio y sentir que es el mejor lugar porque se comparte con otros profesionales que ven la educación desde el mismo ligar que nosotros. Que tenga un gran domingo.Saludos

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