Sospecho que entraré en hibernación en breve. Hiberno entre libros, embutido en un sillón de orejas, teniendo a mi alcance una escandalosa colección de discos de jazz y un considerable arsenal de películas de cine negro. En eso de abastecer mis vicios nunca he sido mesurado. Hay vicios de más duro asiento, no lo dudo, más caros, más nocivos, de más retorcida cura. Siempre me incliné por el exceso. En el exceso, en ese territorio fértil y cómplice, uno vive más a sus anchas. Las mías son ampulosas. Cabe casi de todo. En otoño, de regreso del rigor del estío, hago planes sobre las condiciones del retiro espiritual. Pienso en libros, en autores, en tramas novelísticas. Pienso atropelladamente en películas que hace años que no veo, en series que me llenaron de júbilo, en discos que no defraudan jamás. Consta en esta reflexión que no tiro de personas: no es que este escribiente sea un huraño, un solitario, un friki de sus caprichos. Sucede que para leer un buen libro, ver una buena película o escuchar un buen disco no necesito absolutamente a nadie. En el resto de las actividades del alma, en la travesía de la vida, necesito amigos, madre, esposa, hijos y hasta transeúntes a los que cortesmente doy el buenos días a las ocho y veinte cada mañana. A lo mejor sí que soy un tipo huraño, uno solitario, un friki de su sillón de orejas. No sé. Se encasilla uno en un perfil y luego no lo suelta aunque le nombren hijo predilecto de su comunidad de vecinos, pero se avecinan tiempos de bonanza espiritual. Lo intuyo, El frío me estimula. El frío me carga de energía. El frío, en estas materias del corazón, me llena completamente. El frío da cuartel a mis ansias. El frío me inclina tozudamente a contemplar el espectáculo absoluto de la vida escondida en un disco, en un libro, en una película. Lo de siempre: el cine, la poesía, el jazz. Hoy acabaré La versión de Judas, el (ya avanzo) magnífico libro de cuentos de Manuel Moyano. Anoche acabamos Endeavour, una de las mejores series que hemos visto. Fueron nueve temporadas. Se devoraron. Hay que ser extremo con los placeres. No sale uno nunca de lo que le gusta. Se queda dentro. Se cierran los libros, se terminan las películas o las series, pero la trama continúa, se las ingenia para no abandonarnos.
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