No está el corazón para embelesarse con los cantos nobles y hermosos cuando la sangre lo zarandea: harán que se desquicie, ocuparán la atención que vale más fijar en la adversidad que lo ronda. Declina el de Ulises conmoverse si la fatalidad cierne la única empresa a la que se debe: perseverar en su latido, apartar lo que lo mengüe. Pero Sócrates no oye y da su palique de altas metáforas. No cuenta el oro de las palabras sino el olor crudo de la tierra a la que conducirá el remar sordo. Los versos de Homero hablan del ingenio del héroe, de su destino, de la epopeya, de los ríos de sangre, del caballo de madera, del regreso a Ítaca, del desengaño al pisarla, de la aventura del vivir loco, pero Ulises no desea que declamen su periplo y se sepa si Circe la maga le advirtió del peligro de las sirenas o si la tripulación accedió a las súplicas y finalmente le desataran para que su cuerpo se uniera a ellas en la eternidad o si tan solo el viejo perro reconociera a su amo cuando buscó abrigo en su casa y encontrara maledicencias sobre la fidelidad de su Penélope. Todo son leyendas. Cuenta su pragmática, ese mandato íntimo que le encomienda sobrevivir, aunque la salvación también duela y la realidad que anhela lo abata. Sabemos la sangre que se derramará al reclamar Ulises su reino, se nos ha contado la fiereza que ejerció con los que quisieron arrebatar su trono, su esposa y su nombre. Sabemos todas esas cosas y todas serán ciertas. Queremos que lo sean. Porque al final, cuando hay que hacerlo, si no queda otro remedio, debemos remar, debemos no hablar, no ocupar el pensamiento con nada que no sea avanzar. Lo demás son monsergas, tabarra hueca, metafísica de bazar, aunque la colme de belleza el mayor poeta de todos los tiempos, el ciego Homero, el que no se animó a remar para que todos pudiésemos escuchar las peripecias de los grandes héroes.
22.1.25
Historietas de Sócrates y Mochuelo / 21
No está el corazón para embelesarse con los cantos nobles y hermosos cuando la sangre lo zarandea: harán que se desquicie, ocuparán la atención que vale más fijar en la adversidad que lo ronda. Declina el de Ulises conmoverse si la fatalidad cierne la única empresa a la que se debe: perseverar en su latido, apartar lo que lo mengüe. Pero Sócrates no oye y da su palique de altas metáforas. No cuenta el oro de las palabras sino el olor crudo de la tierra a la que conducirá el remar sordo. Los versos de Homero hablan del ingenio del héroe, de su destino, de la epopeya, de los ríos de sangre, del caballo de madera, del regreso a Ítaca, del desengaño al pisarla, de la aventura del vivir loco, pero Ulises no desea que declamen su periplo y se sepa si Circe la maga le advirtió del peligro de las sirenas o si la tripulación accedió a las súplicas y finalmente le desataran para que su cuerpo se uniera a ellas en la eternidad o si tan solo el viejo perro reconociera a su amo cuando buscó abrigo en su casa y encontrara maledicencias sobre la fidelidad de su Penélope. Todo son leyendas. Cuenta su pragmática, ese mandato íntimo que le encomienda sobrevivir, aunque la salvación también duela y la realidad que anhela lo abata. Sabemos la sangre que se derramará al reclamar Ulises su reino, se nos ha contado la fiereza que ejerció con los que quisieron arrebatar su trono, su esposa y su nombre. Sabemos todas esas cosas y todas serán ciertas. Queremos que lo sean. Porque al final, cuando hay que hacerlo, si no queda otro remedio, debemos remar, debemos no hablar, no ocupar el pensamiento con nada que no sea avanzar. Lo demás son monsergas, tabarra hueca, metafísica de bazar, aunque la colme de belleza el mayor poeta de todos los tiempos, el ciego Homero, el que no se animó a remar para que todos pudiésemos escuchar las peripecias de los grandes héroes.
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