El que escucha a quien construye deviene constructor y al que lee, lector. Quien habla de sus penurias y enfermedades hace que penemos y enfermemos, quien de su amor infinito por su amada que la amemos con infinito amor. Del virtuoso adquirimos la virtud y el que delinque desgracia nuestra moral y nos arrima al delito. Sería un diálogo aporético el empecinado en dar con la manera en que no somos invariablemente el mismo y mudamos en otros si nos exponemos a ellos. Se duda para que no cese el flujo de preguntas. Ellas nos dibujan, trazan lo que quiera que sea que seamos. De ahí que el yo que hoy creo ser no induzca a pensar que pueda desvanecerse mañana o que el que fui hace años ni remotamente se parezca al que ahora escribe en su ordenador mientras afuera el día es gris y llueve sin entusiasmo. Con todo, no es válida la reflexión: a la vez que nunca seré cabalmente el que soy, debo ser sin interrupción los que abandoné o los que me abandonaron. Lo que decimos es ventricular, parece haber sido dicho por otro. Todo es un palimpsesto. Se codicia ser uno mismo, pero esa voluntad anda siempre a la rastra, herida, consciente de que lo único que se posee es el evanescente ahora. Somos el primer hombre que vio su rostro en el agua y el que ayer volvió a beber tras años sobrio. Interrogamos nuestra imagen en el ansioso espejo (Borges dixit) para consternarnos o para esperanzarnos. No hay nadie fiable al que miremos y, al tiempo, sabemos escudriñar la cara que nos ofrenda y dar con la del niño antiguo y olvidado y con la del adolescente desafiante. Todas las caras pretéritas, todos los gestos perdidos, están en la cara última, la recién estrenada, de la que tampoco sabemos mucho, únicamente lo que nos dicen, tan solo una impresión de alguien que tampoco conoce la suya.
26.1.25
Historietas de Sócrates y Mochuelo / 25
El que escucha a quien construye deviene constructor y al que lee, lector. Quien habla de sus penurias y enfermedades hace que penemos y enfermemos, quien de su amor infinito por su amada que la amemos con infinito amor. Del virtuoso adquirimos la virtud y el que delinque desgracia nuestra moral y nos arrima al delito. Sería un diálogo aporético el empecinado en dar con la manera en que no somos invariablemente el mismo y mudamos en otros si nos exponemos a ellos. Se duda para que no cese el flujo de preguntas. Ellas nos dibujan, trazan lo que quiera que sea que seamos. De ahí que el yo que hoy creo ser no induzca a pensar que pueda desvanecerse mañana o que el que fui hace años ni remotamente se parezca al que ahora escribe en su ordenador mientras afuera el día es gris y llueve sin entusiasmo. Con todo, no es válida la reflexión: a la vez que nunca seré cabalmente el que soy, debo ser sin interrupción los que abandoné o los que me abandonaron. Lo que decimos es ventricular, parece haber sido dicho por otro. Todo es un palimpsesto. Se codicia ser uno mismo, pero esa voluntad anda siempre a la rastra, herida, consciente de que lo único que se posee es el evanescente ahora. Somos el primer hombre que vio su rostro en el agua y el que ayer volvió a beber tras años sobrio. Interrogamos nuestra imagen en el ansioso espejo (Borges dixit) para consternarnos o para esperanzarnos. No hay nadie fiable al que miremos y, al tiempo, sabemos escudriñar la cara que nos ofrenda y dar con la del niño antiguo y olvidado y con la del adolescente desafiante. Todas las caras pretéritas, todos los gestos perdidos, están en la cara última, la recién estrenada, de la que tampoco sabemos mucho, únicamente lo que nos dicen, tan solo una impresión de alguien que tampoco conoce la suya.
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