Hay palabras que acuden sin razón y prosperan con extraño afán. Anoche pensé en si alguien podría pastorearme, cuidar de que no me desmande ni malee. Como un ángel de la guarda o una madre. La idea me causó la zozobra justa. Más que nada, me costó imaginar la postura en la que hocicaría la testuz para pastar a capricho. También la circunstancia meramente bucólica. Lo de menos, en esa turbación de mi cordura, sería el pastor al que se arrojase a vigilar mi trasiego por los campos. Tal vez haríamos migas el pastor y yo. Alguna vez se percataría de mi carácter levantisco. Te vas a descarriar, me advertiría. Por ver mundo. Por probar pasto nuevo. Por verme fuera del redil. Eso contestaría yo en alguna especie de mugido que él entendería. Se muge sin conciencia fonética. Se piensan cosas sin que el rubor nos ocupe. Las reservamos, no conviene siempre airearlas, dar un motivo para que alguien guarde las suyas. Pero en ocasiones sucede lo extraordinario. Al sincerarnos y confiar a alguien alguna intimidad nuestra, se desboca quien la escucha, se vacía y exhibe sus rotos y sus zurcidos. Ese salir del aprisco y exponernos a la intemperie es la utopía del que anhela trasegar sin que se le observe.
3.1.25
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