10.8.23

Elogio de la molicie

 Tiene mala fama la molicie, palabra que procede remótamente de la griega "malakia", nombrando lo blando, lo suave, hasta lo débil, aplicados esos atributos al estado de la mar. En la creencia de que la etimología surgía del adjetivo malus (malo), los romanos trocaron el término y crearon "bonacia", de donde el castellano forma "bonanza". Alejados de la nomenclatura marítima, el vocablo ha comparecido con la instrucción de referenciar lo bueno, lo que procura serenidad o sosiego o, más atinadamente, puro bienestar. Hay términos que devienen a la lengua por decisiones erróneas, más por afectos al espíritu que respeto al progreso mismo de los sufijos o los prefijos que la conforman. Se escucha poco molicie y entra en lo posible que acabe en ese limbo de las palabras en franco desuso. No creo haberla escuchado, aunque se podría aducir que es abundante su uso escrito. Fascina que haya palabras que se prefieren escribir antes que pronunciar. El que habla, se retrae en articular entradas del diccionario que considera abiertamente cultas. Cuando se airean, en las ocasiones puntuales en que se embravece el ánimo y se decide imponerlas al discurso, se les añade sinónimos, aclaraciones innecesarias o, llegado el caso, pedagógicamente necesarias. Si yo digo que amo la molicie en una conversación casual, puedo incurrir en la pedantería. Hago magro alarde de lo que no conviene alardear. Con frecuencia, la erudición semántica es engreimiento, vanidad, petulancia, jactancia, ostentación, lucimiento, soberbia, afectación, fatuidad, engolamiento o envanecimiento, cuando quien la perpetra (permitidme el verbo reprobable) tan sólo recurre al volcado más preciso entre todos los posibles. No es pretenciosidad, ni inmodestia, sino pulcritud, esmero, esa finura que delata un respeto a las mismas palabras y a su escrupuloso escrutinio de la significación. Así que declaro aquí mi molicie, esa blandura en el ánimo, esa comodidad tan frecuentemente confundida con la pereza o con la holganza o con la indolencia, que cultiva el espíritu y lo expande hacia el bienestar o hacia la contemplación de su esencia, sin otro oficio que el de la satisfacción. Es esta molicie mía un letargo productivo, una especie de ociosidad perecedera, de la que extraigo casi siempre provechoso fruto y con la que mantengo una relación fluida, mantenida durante años, refinada, pulida a conciencia hasta alcanzar ese estado de indiferencia que me conduce, las más de las veces, al sueño más armonioso, conciliado yo conmigo mismo, feliz y hospitalario con mi mismidad. 


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