1.8.24

El dolor

 




Para lo que no se está preparado es para el dolor: el extremo te aturde, te avisa de la distancia que existe entre el la vida y lo que la acosa y deshace, y esa distancia es infinitesimal. 

El dolor es un festejo del mal y un tara inútil con la que certificamos nuestra naturaleza falible, ínfima, imperfecta, y tal vez sea mejor que nos gobierne toda esa fragilidad física porque el dolor carece de metafísica. Es un trallazo, una bomba de relojería alojada en los en las blondas abismales de los átomos del alma. 

En la forma en la que uno afronta el dolor se muestra mucho de lo que somos. El dolor es un paisaje que el cuerpo inventa para desheredarnos del entusiasmo razonable de vivir. 

El dolor, contrariamente a lo que pueda pensarse, a pesar de tener vínculos científicamente probados, no tiene nada que ver con la muerte. Se puede morir uno dulce y mansamente sin que una sola brizna de dolor se acuertele en el cuerpo saliente. Y nos educan para temer a la muerte, pero no hay una pedagogía del dolor.

Las religiones glorifican el dolor, lo avalan como tratamiento contra los excesos mundanos. Ya sabemos que la fe es un potente afrodisíaco mental, una pastilla de gozo puro que espanta la bestia políglota que nos revienta por dentro.

El dolor envilece a quien lo sufre, compromete su cordura, desquicia su mirada. 

No estamos hechos de otra cosa que de dolor: el dolor mueve las palabras, ensucia el pensamiento, atrinchera su garfio cabrón en las dulces estancias del sueño y te levantas con el pecho abierto, encallecida el alma, notando el peso inconmovible de la sangre rota. 

El dolor es un palimpsesto de un dolor antiguo. Se parecen todos y ninguna es igual al que hubo o al que habrá. El dolor es un bucle siniestro y taimado. 

El dolor muda el arpegio más emotivo en arcada de gárgola. 

El dolor es la medida de la felicidad de un hombre. Cuanto más se tenga, más apreciada y sentida es la felicidad que surja.

El dolor cubre los cuerpos de los amantes mientras se entregan a la celebración horizontal de la carne. 

El dolor empuja a que lo humano ansíe la luz y la mujer alumbre. 

El dolor mueve el corazón y también las estrellas. 

El dolor es el itinerario exacto de las horas. 

El dolor discute con el tiempo la autoría de nuestros quebrantos y zanja a cuchilladas las pasiones. 

El dolor se escribe con la caligrafía más honda,  acude sin que se le llame, azuza la tristeza, corrompe las metáforas, amarillea los recuerdos. 

El dolor es un blues. 

Y, sin embargo, las palabras, el pecho y la sangre desoyen su mandamiento de escombro, de moho, de áspera danza sin tiento y la luz más pura esplende para que se retire a su tiniebla la lujuria incivil de sus actos. 



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