15.8.24

Historietas de Sócrates y Mochuelo / La belleza

Mi abuela nombraba a Babia con frecuencia. Traía el país imaginario como preámbulo de una regañina menos etérea. Era yo niño de distracciones y adoraba el reino dulce de la inopia, que es otro de los nombres de ese territorio en el que uno se embebece en sus cosas y no da aprecio a los rigores de lo real. Por más que se me haya hecho ver la conveniencia de que abra los ojos, los años no me han hecho descabalgarme de esa grupa seráfica. Es de ciegos no ver, se dice, pero solemos cerrar los ojos cuando la belleza nos aturde. Es ella la que nos guía, pese a que se desee no caer tan fácilmente en su hechizo y que la debilidad nos abrace y exponga. Se entra en la belleza para que todo cobre sentido, aunque no se tenga conciencia de ese mandato y lo crucemos su umbral inadvertidamente, sin que haya un anhelo de lo sublime, sin que se pueda a veces evitar que demos el paso y franqueemos la entrada. Es inútil esa voluntad, si se piensa. O es inútil precisamente porque se piensa. La belleza es inargumentable, no se aviene a que se la cartografíe o a que se la tase o a que tratemos de traducirla con el torpe ejercicio del lenguaje. También hay observadores impertérritos, poco o nada inclinados a que ninguna turbación los saque de su mismidad. Se vuelve siempre a que no todos los mundos sutiles, ingrávidos y gentiles lo son para quienes los observan. Será que no se les adiestró en la mirada o en cualquier otro sentido requerido para que irrumpa el fulgor de lo hermoso o bien puede aducirse que se contentan con pocos primores o con ninguno y viven sin la conmoción de la luz y de sus milagros. La belleza maneja los mismos instrumentos que la fe o que el enamoramiento. Para que exista (paradójicamente) debe comparecer cierta ceguera, una especie de negación de la realidad o una voluntad de rasgar esa realidad en la creencia de que emergerá otra. Sócrates sabe de ese arrobamienro delicado y sutil. Mochuelo prefiere no exponerse, no pagar un peaje, no enfermar adrede. A mi abuela, pragmática ella, le parecía más conveniente que su nieto no se perdiera en esos mundos invisibles y pisara la tierra firme, pero yo aspiré la fragancia de la flor y, conmovido, cerré los ojos. A veces los abro. 

Ilustración/ Ramón Besonías

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