23.8.24

Desiderata

 Están los días sin pan ni abrigo. 

Andan emboscados. 

Se tientan y se abrazan. 

Se funden y se apartan. 

Oigo al aire declamar 

su épica mudanza

en la bóveda del día,

su tenue brillo 

sin fulgor todavía. 

No es nuestro, 

no es de nadie el aire. 

No hay que lo reclame. 

Es del vértigo y de la luz

su eclosión pura. 


Una paz tierna como un arrullo 

lo recama de tersos mimbres. 

Terca su vocación invisible, 

terca y limpia, 

pero hay una inminencia de prodigios 

en el aire hecho tallo, savia, polen. 

Aire roto, aire jirón del cielo. 

Aire con blanca esperanza alada. 

Es el oro antiguo del festín de los dioses. 

La música primera, el amor primero. 


La pasión escancia 

su lenta orfebrería, 

su palabrería dulce, 

sus febriles besos. 

La vida nos tiene entretenidos 

en estas distracciones del corazón. 

A poco que lo abras, tendrás 

la feliz comisión de la sangre 

en su alocado embeleso de madre. 


Aire, noche, sangre, os invoco. 

La turbia verdad de mi canto os invoca. 

Alta conjetura de barro o de lluvia, 

luz con su eco de salmo, 

blonda sutilísima de vida.  


Se acaba el tiempo de los tristes. 

Está la belleza y está la paz 

confiando al mundo 

su milagro antiguo. 

Acude con gesto de triunfo, 

se le va clarear 

en las estancias del corazón.

Es inútil desoír 

el fuego bastardo del ocaso, 

su ciego caudal de sombra,  

su apetito sin hambre. 


Avanza el incendio de mi cuerpo. 

Se ven desde lejos las llamas 

ocupando el pecho, 

haciendo un árbol 

en mis brazos como aspas. 

Jadean sus pétalos, 

vibran y cobran vuelo 

y ocupan un cielo antojadizo y azul 

como un beso de un niño.


A veces consiente 

una opulencia de olores la noche. 

Es de la noche 

su reino sin estrago. 

Lo oscuro llama a la claridad, 

se deja convidar 

por su perseverancia milagrosa. 

Qué lejos ahora la tristeza, qué inútil. 

Un compás de clausura la mece. 

Un arrimo de verdad la colma. 


Así procede la belleza. 

Alumbra el amor cotidianos gestos, 

luz que invita a un desmayo. 

Medra en su tierno temblor sin dueño 

el pulso de las horas, 

la permanencia de fuga. 

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