Están los días sin pan ni abrigo.
Andan emboscados.
Se tientan y se abrazan.
Se funden y se apartan.
Oigo al aire declamar
su épica mudanza
en la bóveda del día,
su tenue brillo
sin fulgor todavía.
No es nuestro,
no es de nadie el aire.
No hay que lo reclame.
Es del vértigo y de la luz
su eclosión pura.
Una paz tierna como un arrullo
lo recama de tersos mimbres.
Terca su vocación invisible,
terca y limpia,
pero hay una inminencia de prodigios
en el aire hecho tallo, savia, polen.
Aire roto, aire jirón del cielo.
Aire con blanca esperanza alada.
Es el oro antiguo del festín de los dioses.
La música primera, el amor primero.
La pasión escancia
su lenta orfebrería,
su palabrería dulce,
sus febriles besos.
La vida nos tiene entretenidos
en estas distracciones del corazón.
A poco que lo abras, tendrás
la feliz comisión de la sangre
en su alocado embeleso de madre.
Aire, noche, sangre, os invoco.
La turbia verdad de mi canto os invoca.
Alta conjetura de barro o de lluvia,
luz con su eco de salmo,
blonda sutilísima de vida.
Se acaba el tiempo de los tristes.
Está la belleza y está la paz
confiando al mundo
su milagro antiguo.
Acude con gesto de triunfo,
se le va clarear
en las estancias del corazón.
Es inútil desoír
el fuego bastardo del ocaso,
su ciego caudal de sombra,
su apetito sin hambre.
Avanza el incendio de mi cuerpo.
Se ven desde lejos las llamas
ocupando el pecho,
haciendo un árbol
en mis brazos como aspas.
Jadean sus pétalos,
vibran y cobran vuelo
y ocupan un cielo antojadizo y azul
como un beso de un niño.
A veces consiente
una opulencia de olores la noche.
Es de la noche
su reino sin estrago.
Lo oscuro llama a la claridad,
se deja convidar
por su perseverancia milagrosa.
Qué lejos ahora la tristeza, qué inútil.
Un compás de clausura la mece.
Un arrimo de verdad la colma.
Así procede la belleza.
Alumbra el amor cotidianos gestos,
luz que invita a un desmayo.
Medra en su tierno temblor sin dueño
el pulso de las horas,
la permanencia de fuga.
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