A veces conviene retirarse un tiempo, no dar señales de vida, concederse un retiro, ser hospitalario con uno mismo, convidarse de los paisajes a los que no acostumbramos, ver con la mirada que no acostumbramos, incluso hacer lo que los demás, pero determinado a que sea una experiencia íntima y distinguible de las otras. Hasta el pensador resuelve aliviar la costumbre de darle a todo hondura y trascendencia y se engolosina con la desidia, que es un atributo del verano. A Mochuelo le escama la versatilidad de Sócrates, no cree que pueda hacer de turista y disfrutar del sol y de la playa, sin otro oficio que permitir que la luz lo bañe y la música de las olas lo relaje. El aburrimiento es la enfermedad de las personas felices. Se las ve mirar al mar en una especie de arrobo primordial. Como si la contemplación los limpiase por dentro. Como si pudieran entablar un diálogo con la eternidad. Se va a la playa a respirar con conocimiento de lo respirado. Toda ella es una invitación a la molicie. Qué hermosa palabra. Sócrates la apuraría, encontraría en ella razones para que las palabras se arrogasen nuevamente su recado fundacional: el de nombrar el mundo, el de ocuparse de que flaquee su esplendor y su porvenir. A Mochuelo no le va el trajín en el que le han metido. Estará perplejo, incapaz de entender la euforia de Sócrates, ese principio fundamental que auspicia la comunión entre el cuerpo y el espíritu y que, en ocasiones, si se dan las circunstancias favorables, sucede cuando tomamos el sol junto al mar y no hay nada que hacer ni que remediar.
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