29.7.24

Enamoriscarse


                                                       Ilustración: Roy Lichtenstein



No siempre conviene la prudencia. De hecho, cuando abunda, se agria el carácter, se enturbia el ánimo, se emponzoña y corrompe, torna gris el gesto y ciega la mirada; lo he visto, he constatado eso en los otros, en mí mismo. A lo que propende el espíritu es a excederse, a darse y exhibirse, a caer y a poner nuevamente pie e izarse, también está comprobado. De ahí que agradezca uno la comparecencia de la incertidumbre, esa rama de las disciplinas morales. Ella hace que la mesura flojee, pierda el paso, no argumente como suele, no nos aquiete ni nos censure. La misma incertidumbre nos instruye para que podamos comprenderla. Lo hace, sin que se perciba el arrimo o la atención. Nos confía las instrucciones, da cuanto se precisa para que no nos derrote el arrojo, la viva determinación de que sabemos qué hacer y conocemos el lugar al que nos dirigimos. Lo esperado, por más que conforte, acaba dañando. Prevenir es ignorar el entusiasmo de la ignorancia, incluso el de cierto sufrimiento útil. No hay cómo manejarse, quizá no haga falta poseer un mapa, una brújula, un plan.


Mi amigo K. sostuvo anoche que era la cultura la proveedora de ese mapa, el asidero de ese trayecto. Que la mesura era un instrumento, uno más, uno entre muchos. La mesura es un estado eventual; si prospera, desaparece el sentido primario de vivir; conviene a ratos, por echar el ancla antes de avanzar de nuevo y dejarse ir, pudo decir. Hoy podría ser uno de esos días en que no se mida uno, no se guarde nada, exprese lo que buenamente acuda al pensar, que no siempre es materia que se pueda difundir. No lo será. Acaba venciendo la mesura, a pesar de todo, su gobierno de apariencias, su cartesiana estrategia de orden. Está bien el orden. Lo anhelo, lo exijo a veces, cuido de que se quede cuando irrumpe, pero es gris el orden, a pesar de que uno reconozca su intendencia y su claridad. Lo otro, la ausencia de geometría, nos hace vibrar, sin embargo. Vivimos mejor cuanto más vibramos. Es resbaladiza esa idea, la de la vibración. El amor es la vibración sublimada. No se ama el orden, se le respeta, conocemos su conveniencia, pero amar es su reverso. Me corrige K.: “Amar es un ejercicio estudiado, no es una epifanía”. Se aprende el amor, viene a contar. La poesía ayuda: la belleza ayuda. También el amor es incertidumbre, a pesar del cálculo que se le haga, de si se pesa y da nombre. No hay (cerramos los dos) mesura en el amor, en amar, en amar el amor.


En ocasiones, conviene más enamoriscarse. Da el diccionario pronta frivolidad a ese amar al adjudicarle la ligereza, la falta de verdadero empeño. Se enamorisca quien quiere, el avisado, quien se ha prendado de la dulzura del verbo antes de que sus anhelos hagan flaquear la aspereza del amado, que será ajeno a todas esas distracciones alegres del pensamiento cuando se confía a la intendencia de las palabras y solo a ellas rinde cuentas. Qué sabrán los académicos; alguno habrá con mando en la rendición léxica, en su severo escrutinio y peso, que no haya sentido la punzada del amor ni sepa qué sucede cuando el veneno ocupa toda la sangre del cuerpo. Estará pronto en desuso enamoriscarse, habrá con qué expresar la ligereza que refiere la RAE al ajustarle un significado, también menor su aire rancio, como de romance trabado a su octosilábico modo, pero el amor es muchas veces enamoriscamiento, si se me permite el atrevimiento lingüístico. Se ama probatoriamente, sin verdadera propiedad, sin que la mesura lo ajuste todo, sin mapa ni brújula, quizá únicamente por ver cómo responde el corazón. Como el atleta que pone a prueba sus músculos en los entrenamientos y los curte para que den la talla en el la alta competición. Como si estuviésemos toda la vida escuchando alegres melodías pop hasta que de pronto caemos en la cuenta de que existe la gran música clásica. 

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