Se debería saber pecar con templanza y esmero, no precipitadamente y con ansia, temeroso de que se nos encuentre en la comisión de la falta o se nos refiera sobre ella la satisfacción que nos reportó. Debiéramos haber recibido instrucción sobre esa propiedad enteramente privada.También ocupar con magisterio esa ocupación en el pecado, pero sobre todo urge aceptar la disposición lúdica de esa infracción tan alegremente cometida y refocilarse en ella sin que más tarde acuda el remordimiento, que es una comitiva de hormigas comiéndote la piel. Quién no peca de pensamiento, de palabra o de omisión. El hecho mollar es perseverar, adiestrarse incluso, ser capaz de entender la sustancia del pecado y aprovisionarse de una parte suya, no la más radical, no la que hiera o aliente la tragedia propia o ajena, sino otra de más mansa conducción, fácil de cargar en el apero del alma. Borges, en un triste soneto, El remordimiento, dijo haber cometido "el peor de los pecados / que un hombre puede cometer. No he sido / feliz.". Fue, a decir suyo, un desdichado. Lo de ser virtuoso queda en tentativa intelectual, en probatura que no acaba nunca de cuajar y lacera a quien afanosamente se persona en la construcción de una moral absoluta, aplicable a cualquiera, consensuada por todos, idílicamente ansiada por todos. Qué delicioso desasosiego produce incurrir en esas pequeñas transgresiones que hacen de vivir un ejercicio de hermoso y loco funambulismo. Caeremos para que alguien nos ponga en pie o nosotros mismos logremos tomar de nuevo el paso y que nos ronde una vez más el placer, la culpa, la condena, el perdón, todos esos conceptos altos y nobles con los que se nos fue educando para que no sucumbiéramos ante las dulzuras de la desobediencia.
Georges Brassens hizo de la mala reputación un himno. "En el mundo pues no hay mayor pecado / que el de no seguir al abanderado. / Y a la gente no gusta que / uno tenga su propia fe". Paco Ibáñez, al que profesé devoción en tiempos mozos y que ahora me visita de cuando en cuando, lo dejó escrito en aquella maravillosa versión. Siendo la tentación el estímulo que nos incita a pecar, hay tentaciones benditas, permítaseme el oxímoron, tan armonizador y creativo. Quevedo dijo del amor que era hielo abrasador, fuego helado, "herida que duele y no se siente". Así debería ser el pecado, una especie de punzada que abrase sin que horade, una llama fría, un dolor lejanísimo y, sin embargo, reparador, limpio, facultado para hacernos sentir humanos de un modo consciente, casi vocacional, qué cosas digo. La literatura es pecaminosa. De no serlo, no calaría, no haría que el lector (el hedónico, el verdaderamente atravesado por la lectura, el letraherido) sintiera que algo suyo ha sido removido, cambiado de lugar, reemplazado por otra cosa, convertido en otra cosa. Leer es esa transfiguración, esa desobediencia, ese tener absoluta confianza en la prodigalidad de la inteligencia, de la belleza, de todo lo que nos hace abrasarnos, perder la fe, cometer a sabiendas todos esos pecados pequeñitos que hacen disfrutable este extraño viaje al que se nos apuntó.
Pecar es cosa de pobres. Los ricos no atentan contra las leyes divinas. Si uno es rico, peca como distracción. En realidad, salvo que tenga una fe extrema, observada con severidad, aplicada con firmeza, el rico desoye la admonición de los augures de las catedrales y de las pequeñas iglesias de barrio, no entra en el negocio del alma y va a lo suyo, sin que le preocupe la inminencia del infierno o le motive la bondad del cielo. La clase media peca a conciencia, por encontrar en ese delito evangélico un poco de aire viciado con el que amenizar la rutina de los días. Conforta lo prohibido, consuela saber que estamos allanando una propiedad ajena, una morada que no es nuestra, un lugar en el que no deberíamos estar. Lo clandestino, en su esencia, es lo que deleita, lo que completa la cantidad de luz que anhelan los ojos acostumbrados a la tiniebla, a esa penumbra en la que nunca pasa nada extraordinario. El pobre, en cambio, es el pecador arquetípico. Es a él a quien van dirigidos los reproches de las homilías, es en él en donde se advierte el andamiaje que se iza hasta rozar el mismo cielo.
Anoche, en la radio, en uno de esos programas en donde la gente confiesa los porqués de sus penurias o de sus alegrías, pillado por casualidad a poco de quedar dormido, escuché al pobre declarado, sin medios con los que subsistir, preocupado por medrar y poner en riesgo su estupenda hoja de servicios, la que le servía para entrar con la cara bien alta en la iglesia (decía) cuando iba en domingo y le pedía al Señor que le sacara del agujero. Repetía mucho lo del agujero y lo de la cara alta. Como si una cosa fuese justamente el anverso de la otra. Creo que me dormí pensando en eso, en la trampa del pecado, en esa usurpación un poco infame de otra palabra más enjundiosa, de más noble asiento en la sociedad: el delito. Quizá una parte de que esto funcione (o no lo haga en absoluto, depende de quién lea o de cómo procese lo que ve o lo que lee) procede de inclinarse a la legitimidad del pecado o a la del delito. La justicia, la divina o la terrena, hace su trabajo, sí, pero habría que separar bien cuál es su ámbito de trabajo. Si una puede interferir la aplicación estricta de la otra, si nos espera el infierno o un juzgado, si la opresión que sentimos en el pecho la agita un dios o un juez. En cierto modo, podríamos dejar que los dos convivan y a los dos nos rindamos. El pobre de anoche, digo pobre porque se manifestaba pobre, yo lo seré más a poco que lo piense, sólo quería que Dios, que todo lo ve, no le apartara de su lista de elegidos y su tortuoso camino por la tierra, no dudo que penoso como el de cualquiera, no rebajara una brizna del esplendor que recibiría al abrazar al Padre, nombrado en varias ocasiones con absoluta vehemencia, por otra parte. Un Padre atento a sus hijos, expresaba. Se pierde uno en estas sutilezas de la fe. Se cree que está al margen de esas consideraciones, alberga la esperanza de que cualquier cosa a la que nos dirijamos será buena o ni siquiera será.
A lo que no se nos ha enseñado es a soportar el dolor, a sentirlo y caminar con él y sobrellevarlo. Es el dolor (el físico, el otro a veces más doloroso) el que nos conmueve o nos lacera o nos destruye. En las novelas rusas, en las que me gustan, se palpa esa moral claustrofóbica, se percibe que oprime hasta que los personajes dicen basta y matan o se suicidan. También creo que la literatura nos salvará de todas estas teatralidades del espíritu al imponer las suyas propias, las de la ficción, que consuela y permite que sigamos yendo de lo humano a lo divino sin que tengamos que pagar peajes muy altos en ese trayecto. Y da igual que seamos ricos o pobres o que pequemos a posta, por distraernos, o sin desearlo, por obligación, impelidos por el azar o por las en ocasiones duras circunstancias.
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