29.8.24

Reino vegetal / La novela del verano









El verano tiene atributos que únicamente a él le conciernen. Su nieve imposible es el aire quemado cuando abrimos la boca y notamos el peso del tiempo en los pulmones. Porque se aprecia esa dureza de cuerpo tangible ocupando la garganta y haciendo sus escaramuzas para hacer arder los pulmones. Es el fuego, luego la ceniza. Algunos libros hablan del verano con absoluto verosimilitud. Se pueden leer en lo más crudo del crudo invierno y desear que el frío nos atenace y la piel se nos erice. Te cuentan lo que podrías olvidar si a alguien no se le hubiese ocurrido consignar todos esos primores estivales. Cuando yo era pequeño, amaba el verano casi por encima de todas las demás circunstancias a las que mi edad pudiera conceder peso en mi cabeza, que era todavía de deslumbrarse mucho y de desalentarse en igual medida. Quizá siga así, mi cabeza. Entra en lo razonable que el amor al verano continúe inasequible al desaliento, aunque haya transcurrido el suficiente tiempo como para entender que cualquier estación es propicia a la euforia o a la tragedia y que el calor o el frío no participan en esas consideraciones enteramente sentimentales. Recuerdo las tardes infinitas en mi casa. Mis padres, mis abuelos. No tengo hermanos. Esa orfandad me capacitaba para extenderme en juegos privados que los que los tienen desconocen, no se han visto forzados a fabricarlos y, más adelante, a pulirlos y hacer de ellos una fortaleza (con sus fosos hondos, con sus altas almenas) como la de las películas que veía en la tele a la sobremesa.

El verano es la melancolía. Si hay que buscar una época en la que fuimos felices habría que elegir uno o muchos, todos contribuyen a que quien los busca en su memoria dé con algo que lo hace sonreír o que lo hace llorar. Cuando creces, al perder ese cándido arrullo de verdad y de vida, el verano es otra cosa, no un mapa con un tesoro dentro. El verano era la luz, lo es a veces todavía. También la sombra. El corazón estaba a medio hacer, cuándo se culmina su construcción, me pregunto ahora, y la calle era ese mapa con ese tesoro dentro. Fue el mejor de los tiempos, fue el peor de los tiempos, cito a Dickens. Por eso Reino vegetal, la novela de Marc Colell es, más que una lectura, un pasadizo que va de las sombras de ahora a las de entonces o, dicho más alegremente, de toda esta luz a aquella, que fue hermosa a su manera y ciega y limpia. No podrás encontrarlo, si de pronto te apremia dar con él. No figura en los atlas, no hay un algoritmo que formule la restitución de ese anhelo. Lo dijo Ismael, en el monumental Moby Dick de Herman Melville. Los lugares de verdad no están en ningún mapa. Ni los tesoros se encuentran con una brújula.

Reino vegetal es la novela del verano, la de cualquier verano. Se lee para que no perdamos la inocencia o para que no crezcamos más de la cuenta o para que leer sea la brújula que nos conduzca al tesoro. Lo tiene Carlota, que ocupa la extensión minuciosa del relato, que no es relato cartesiano, rendido como la trama de la que el lector va entresacando episodios hasta que cree haber fraguado en su cabeza la historia que se le ha contado. No hay tal historia y, sin embargo, todas las historias están en ella, en la novela, en la niña de trece años que escribe y se cuenta el mundo con objeto de hacer fácil su travesía, que es la nuestra. La urbanización en la que se desarrolla esa historia sin cuerpo de historia podría ser también cualquier urbanización en cualquier playa. No será la Costa Dorada, ni veremos a todos esos niños que juegan a lo que saben, sin pensar en su finiquito, sin caer en la cuenta de que no tendrán más adelante nada parecido a lo que ese verano les ha entregado imborrablemente. Podemos pensar en Peter Pan con una cresta de indio diciéndole a Wendy, como un aviso de lo por venir, que una vez que has crecido ya no puedes volver atrás.

Lo que hace Marc Corell es un ejercicio de funambulista. Es tan difícil no caer cuando se manejan emociones tan sutiles, de esa hermosa hondura. Toda la novela es un maravilloso ecosistema. Quien lee, con esa magia que logra la buena escritura, se siente impelido a respirar el mismo aire que los personajes que transitan por sus páginas. Parecen invisibles a veces; otras, su corporeidad es apabullante. A lo que Carlota se enfrenta no es a la muerte de su amigo Ferrán, asunto que vertebra todo lo narrado. Ni siquiera esa tragedia ocupa la atención primordial, la de su aceptación, la de su duelo, la de ingresar en la adolescencia con esa losa a la espalda, sintiendo el peso de la culpa o la certeza de que es imposible hacer nada que revierta los hechos y todo vuelva a su ser, al lugar de donde todo partió, cuando el mundo era bonito y nada lo perturbaba. Pero Colell, un verdadero talento a la hora de elegir un punto de vista y llevarlo a sus últimas conclusiones, cartografía esa extensión topográfica de la niñez y del verano: mantiene la tensión (que no existe como tal, quede eso claro) de un modo tan delicado que la lectura se hace con un nudo en la garganta, aunque el humor comparezca (es necesario, la misma vida lo contiene incluso en sus circunstancias más dolorosas). Escoger varios tiempos para hacer avanzar la novela era la opción más arriesgada y se debe convenir que ese riesgo anticipatoriamente tomado es el que eleva Reino vegetal. Qué exquisita su sintaxis, qué mirada la que se nos confía y a la que, torpes siempre, intentamos comprender.

Reino vegetal es Carlota una y otra vez. Está en todas las líneas, ocupa todas las pequeñas digresiones, la sustancia subsidiaria, la que se extrae cuando ya creemos haber apurado la pulpa entera y el fruto se exhibe seco, inútil. Hay muchas novelas en esta novela. La primera es la evidente, la historia (no me cansaré de decir que la linealidad y la conformación clásica no hace rutinario acto de presencia) de una niña que se hace mayor. Cuántas veces hemos leído o visto o sentido de primera mano el viaje de la niñez a lo que no lo es, a lo que no será fácil que lo sea nunca más. Las otras novelas se incorporan sin aparente fractura. Se esmeran en contarnos todas las grandes preguntas que no tienen ninguna respuesta. No la tiene la infancia, que es una estación como el mismo verano: alada, saludable, de apariencia de juguete nuevo que acabamos de sacar de su caja y tocamos con ansia y con estupor, sin malevolencia, sin todas esas ocurrencias insanas que más tarde aparecen y nos hacen pensar (qué error el de pensar más de la cuenta) en el fin del juego, en la clausura de su felicidad pequeñita.

Y ese final absolutamente conmovedor, del que no se dirá aquí nada porque no sabría cómo contarlo sin que se arruine su bondad infinita, su dulzura de milagro. Todo es bienintencionado en él. Carlota lo narra con pasmosa naturalidad. Nos dice cosas tan bonitas que debemos cerrar el libro (yo lo hice en muchos tramos, sobrecogido, cambiada mi función de lector a la de habitante de lo leído) y también los ojos y dejarnos llevar por la ternura. Reino vegetal es eso: ternura y verdad. No acabamos de comprender nunca. Tal vez no debemos comprometer nuestra vida a buscar una explicación. No la hay, no es bueno que la haya. Colell no la da, ni siquiera se esfuerza en cerrar lo que ha abierto. Seguirá ofrecido, anhelando huéspedes que entren en la urbanización y se incorporen al elenco fastuoso de personajes que la pueblan. No será preciso tener una disposición de ánimo específica. Cualquiera es bienvenido. Ese mundo tan sutilmente presentado es en sí mismo el mundo. Venimos a él sin instrucciones de uso. En todo caso, es del verano su remembranza, de las canciones de los ochenta, de los pescadores en su faena de anzuelos y de redes, de los perros buscando la sombra, del tabaco clandestino (Winston, Chestrfield, Camel, Marlboro) que fumamos para ser adultos (tabaco negro no, nada de Ducados ni de Habanos, demasiado toscos), de las frutas que se pudren y caen al suelo y las picotean unas hormigas bajo la vigilancia severa de un sol infinito, de las estrellas de mar que Carlota regala, de los Calipo, de los Frigodedo, de los Drácula inmortales de aquellos años en los que algunos se hacen treinta piscinas a diario y otros hacen fotos a los charcos. Cada uno ejecuta un plan del que apenas sabe su propósito. Como la vida. 

Hay que leer Reino vegetal. No por la literatura, grande aquí, de hechuras pronto clásicas, si se me permite esa osadía o esa predicción, sino por uno mismo. Creo que se sale mejor persona una vez que se ha cerrado el libro. No es una afirmación gratuita, que suene contundente, que predisponga a un lector a creer que la terapia que precisa (sea cual sea el mal que le acucia) podría ser encontrada en él. Hay libros de una belleza imperturbable, no es posible decir de ellos que hayan pasado desapercibidos. Una vez que comienza la lectura (la mía dos veces; la primera, espaciada, deleitosamente paladeada y la segunda con la probatoria sensación de plenitud, de cosa entendida, de vida aprendida) no se podrá evitar continuar. Como todas esas novelas de espías o de asesinatos en las que lo que se anhela es el descubrimiento del asesino, la restitución de una solución satisfactoria. Pero aquí no hay soluciones: todo son preguntas. Como la buena filosofía. Como la vida, ya lo he dicho antes. Así que háganse con ella, lean, dense ese gusto. Si es en verano, pues mejor, pero podría devorarse (el verbo es útil) en lo más crudo del crudo invierno, ateridos de frío, buscando el tronco que crepite en la chimenea, bajo cinco mantas, a la luz más pura de la belleza y de la sensibilidad. 

Adenda: qué delicado también el cuidado de Ya lo dijo Casimiro Parker, editorial feliz, imagino. De la felicidad se trata, al cabo. 

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