Cabrera Infante dijo de Borges que era hijo de Homero. Será el canto del poeta el que haga que la paternidad invisible de la sensibilidad y de la inteligencia prospere y la progenie ocupe la tierra hasta que la ceniza la cubra y el sol se desvanezca en el azul del cielo. Conmovedoramente, la poesía extrae la bondad misma, explica la realidad con los primores de las metáforas. El trasegar del tiempo no censura la injerencia de las hazañas del hombre. Las más vastas, las de más elogiable fuste, provienen de la literatura, ella las fija en la memoria de los pueblos. Las civilizaciones se perpetúan por la caligrafía atenta de sus poetas. Se les encomienda la custodia de un tiempo y la divulgación de las causas y los azares que lo marcaron. La misma Historia es una transcripción morosa de ese empeño lírico, aunque se manifieste con herramientas burdas a veces y se manuscriba con falible empeño. Lo que no puede corromperse es la épica, la rendición gloriosa de las vicisitudes de los héroes. La ceguera de Homero es la de Borges; también la de todos los que leen o escriben sin que la luz los guíe y tan solo cuenten con la memoria de la luz para medrar más hondamente en ella. Pedimos que nos aten al mástil, tenemos ese anhelo de épica o de verdad o de vida. Queremos que las palabras no nos rocen y, sin embargo, confiamos en ellas, les damos la residencia de nuestra piel, que es un mapa del desaliento y, paradójicamente, un feliz inventario del porvenir.
No es de Ulises el viaje iniciático de Occidente, sino de Odiseo, que es el nombre helénico. Los romanos hicieron que Zeus fuese Júpiter para que nuestra memoria sentimental abrazase ya para siempre a Ulises. Él nos mostró la paciencia primordial, nos curtió en el ejercicio de la templanza. Los diez años que tardó en llegar a Ítaca compendian la entera construcción de nuestro anhelo de concordia y de progreso. Las nueve musas surgidas en las noches de amor entre Zeus y Mnemósine, cuatro en palabras de Cicerón, las que inspiraron las artes y nos enseñaron los caminos de la belleza, nos acarician en el insomnio de las noches. Todavía es el Olimpo el suelo que pisamos. Los dioses asisten a la ceremonia de la educación de los hombres, a los que se encomienda el don del canto, la advocación de la inspiración. No hemos avanzado mucho desde la época de Apolo.
Las ninfas existen porque las solicitan los sátiros. Todas esas hermosas doncellas de los bosques, hijas de Zeus (o de Júpiter) cabalmente desnudas en sus devaneos frívolos por las orillas de los ríos, vigilando el destino de la creación. La bendita mitología grecolatina ha sorteado las debilidades semánticas de los tiempos y transcurre sin aparente daño. Al sátiro, en su espléndida restitución esdrújula, no le han afectado esas intromisiones censoras, creadas al albur de los tiempos, comparecientes por la solicitud de la corrección o por su ausencia. Sigue entreteniendo la iconografía de la luz y de la carne, subsume el trasiego de la vida en el útero mismo de la cultura, en la tierra a la que lamía el mediterráneo precursor de todo lo que hoy podríamos considerar raíz, cuna, semilla. Un sátiro precisa una ninfa para que el poeta pueda hacer que los versos desciendan de su confín invisible y el paisaje se convierta en un lienzo eterno. Se colige que no hubo sátiras (satiresas, si el lector moderno prefiere): las introdujeron en la trama los poetas, anticipándose varios milenios a la ahora bien calzada igualdad. La condición del sátiro es mitológica, por lo que todo lo legislado ahora le es ajeno. La húmida Eco quedará transida, relegada a un aparte de la trama. Es de los poetas el lenguaje. Ellos lo preservan, lo salvan de la veleidad de las modas, lo cuidan, lo subliman. Deberían ser consultados para cualquier asunto en el que se convoque la intendencia de las palabras. Son el bien y el mal los que firman el texto del corazón del hombre y es tornadiza su inclinación a formular el uno o el otro. Son tiempos de pendencias y de venganzas, de antiguas lizas que no se han acabado de cerrar. Me sigue pareciendo extraño que el mar que baña las costas de Gaza sea el mismo en el que jugaron mis hijos cuando pequeños, el mismo en el que los atardeceres son rojos y embelesan el corazón. Somos hijos de Homero, somos hijos de las islas del Egeo, de las naves que surcaban el mar fundacional, no hay otro, no habrá nunca otro. Ah, proceloso Mediterráneo, somos cantores, somos embusteros, nos gusta el juego, el vino, tenemos alma de marineros, como cantaba Serrat. Las desventuras que glosaba el cantor son las nuestras. Y si un día la parca repara en mí «enterradme entre la playa y el cielo». Los sátiros de ahora no tienen la indumentaria de los de antaño, tampoco su lujuria y su ansia de placeres: son ciegos, son insensibles. Ninguno de ellos leyó la Odisea ni miró al Mediterráneo con devoción y con gratitud.
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