Hay libros que poseen títulos perfectos. No hay amores fáciles es uno de ellos. Lo vi hace pocos días, no sé dónde, la verdad. No recuerdo el autor, alguien me lo dirá ahora, ni la portada. Tampoco tengo un especial interés en leerlo. No porque tenga alguna razón para rechazarlo o para acogerlo. Tengo una montaña de libros que leer. Los tengo más a la vista que los leídos recientemente. Les he puesto un orden, algo parecido a un orden, debo aclarar. Cuando los miro, advierto que hay algo malo en esa costumbre de aplazar las cosas o en la de no tener ninguna certidumbre sobre si se podrá acometer lo acordado con uno mismo. De los planes que hago, con más o menos convicción, con mayor o menor vehemencia, cumplo una parte pequeña. Los otros, los que no obtuvieron el escrutinio favorable, los cubro con ahínco. No dejo que me torturen, no permito que se aparezcan de improviso y perturben mi sosiego. Últimamente he alcanzado cierta armonía conmigo mismo a la que estoy tomando el aprecio que antes no concebía. En realidad es eso a lo que aspiro, una especie de sosiego interior. No creo que haya felicidad más perdurable que ésa: la de saber que estás bien contigo y con el cosmos. He estado a punto de retirar la alusión al cosmos: siempre está el temor a que alguien piense en que copio a Coelho y deje de leerme de inmediato. Los prontuarios de éxito personal, los que se venden en los grandes almacenes, arrasan en ventas. Queremos recetas, buscamos bálsamos fáciles para alcanzar la felicidad o para encontrar el amor perfecto. Los amores fáciles duran días, menos a veces. Sirven como título estupendo o como slogan para un anuncio de colonia por el Día del Padre. Un amor fácil no acaba roto nunca. En todo caso, se fractura, le sobreviene un indisposición súbita, pero no entra en ese trance complicado de no saber si volverá a latir o si el latido, de producirse, tendrá un compás extraño, como una tos persistente en mitad de la noche. Los amores que más cuajan son los postreros, todos los que concurren cuando se sabe uno ya de vuelta de otros, que no prosperaron. Por mucha atención que se le haya prestado, al amor no se le tiene todavía pillada la mecánica. Ni cantantes de boleros ni poetas con el numen subido. No hay manera de que podamos tener entera propiedad suya. Vamos así, entre el amor fácil y el complejo, entre lo frívolo y lo solemne, sin saber en qué concentrarse, con qué entusiasmo acometer la irrupción de los dos, sin entender bien cómo trasegar con ellos y hacer que nos hieran poco o no lo hagan nunca. Se conforma el ánimo con observar las baldas esplendorosas, todos esos libros, todos esos milagros sin abrir. En alguno habrá unas líneas que disipen las dudas o que las cancelen definitivamente. Mientras tanto, en la incertidumbre, en esa niebla dulce, abrazamos el claro abrazo de la mañana (esta ha irrumpido temprano, cada día duermo menos) y anhelamos que nada la perturbe. Ahí asoma. Sin título. Perfecta.
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