No tener nada contra la incoherencia hace que uno adore la última entrega de cuentos de Eloy Tizón. Ese afecto por lo que no tiene un hilo o por lo que, si enhebrado, termina por deshacerse o por ir a su antojadizo capricho no es descuidada, sino que exhibe diligencia, obediencia, un tipo de disciplina que, si no se presta atención, puede no parecer que comparece (perdón por la aliteración) o incluso, a ojos de un lector desprevenido o desatento, que es deliberadamente omitida, como si el autor se conminara a desquiciar el relato y desconcertar a quien lo lee.
Muchas vidas, una vida
Los cuentos de Tizón en esta Plegaria son deliciosamente incoherentes. La misma vida lo es. De hecho, por más que parezca una, son en realidad muchas y se entrecruzan conforme se viven. Las vidas de Erizo, una especie de encantador álter ego del autor que hace de escritor o de fotógrafo o de oficinista según la historia en la que se cuele, son parecidas a las nuestras, son la mejor exaltación del hecho literario del cuento, género idóneo para representar esa fragmentación de nuestra existencia en la que, siendo uno solo, terminamos por ser innumerables extensiones de esa unidad poco maleable, de la que conviene zafarse para que irrumpa un narrador generoso, que ambicione no disponer de un modo de contar único, sino que se arrogue la facultad de no ser previsible o de asombrar (el verbo imprescindible para que exista la literatura) o de armar una novela sin que parezca que haya una novela y creamos tener (tendremos que discutir sobre eso) un libro de cuentos. Ver los vasos comunicantes entre todos ellos es tal vez la manera de que nos convenzamos de que la historia que Tizón nos cuenta posee nueve capítulos y que unas partes rozan con otras o se eluden, pero (no sólo por el recurrente Erizo) todas ellas pueden ser comprendidas como una en particular. Como una sinfonía que se exhibe en movimientos, una que no sea demasiado pomposa, creo yo, pero ajustada a su canon. Como una catedral de la que apreciamos primeramente las piezas que la conforman antes de que descubramos que el edificio es enorme y los recoge a todos. Hay intersecciones, algunas intrincadas. Quien narra Anisópteros, el séptimo de los nueve cuentos, es uno de los protagonistas del quinto, Mi vida entre caníbales. Hasta Erizo fue novio suyo.
Un aleph
Escribiendo uno, en ese oficio difícil o fácil, según de qué se escriba o incluso cuándo, querría haber sido dotado de esa naturalidad que posee Tizón. Su compromiso con el cuento (vaya usted a saber qué es eso) es absoluto y no se cohíbe a la hora de recabar todas las herramientas con las que vestirlo. En Dichosos los ojos se las compone para aturdirnos con uno de los más hermosos inventarios de cosas que no se han visto y que el narrador, al rendir en ese escrutinio, declarándose ciego al final de la entrega, confiesa que espera descifrar "cuando al fin empiece a ver". ¿Dónde está el cuento en lo que no lo parece? Me envalentono y respondo, sin saber mucho, como tanteando: está en la perra que gime cuando le arrebatan los cachorros, en la pecaminosa vecindad de la tumba ginebrina de Borges con la de una fulana, en el maniquí desnudo que turba la mirada de quien observa el escaparate, en la torre herida por la hiedra, en todas las cartas que siguen llegando al 221B de Baker Street, en la lentitud de los pinares, en la congelación de los salarios (transcribo a vuelaojo) o en las lágrimas de Nuestro Señor Crucificado en el sótano de un teatro de vanguardia.
Todos somos Eloy Tizón
Hay que leer sin planes, por saber, por consolidar lo sabido, por mera curiosidad también. Hay que escribir sin planes, por saber, por consolidar lo sabido, por mera curiosidad también. Leer a Tizón es renunciar a ser únicamente un lector: hay un escritor afantasmado en cualquiera que de pronto dé con la llave que abre la puerta de la cabeza de quien coloca las frases y las mima o las desatiende o les permite avanzar sin que nadie las aleccione o las censure. Es un festejar continuo de la palabra este libro: las invita a que se liberen y den de sí lo que buenamente puedan. Como si no hubiera un autor, como si el lector fuese añadiendo una tras otras todas esas palabras que finalmente no parecen grumos, estériles trozos de algo, sino una construcción sólida y paradójicamente sin acabar, licenciosamente accesible a que se alargue.
Los infortunios de una pulga
Plegaria para pirómanos es un homenaje a la misma literatura. Las tramas que lo componen son a veces macguffins en los que los personajes avanzan sin que exista un hilo desde el que tirar. En Mi vida entre caníbales el acontecimiento primario de la historia es ajeno a la verosimilitud o a su contrario: importa más el transcurrir de lo que cualquiera pudiera apreciar quien desde un afuera ignora los mecanismos internos del inconsistente adentro. El lector es la pulga que ocupa una parte del cuento y de la que se explica el proceso de amaestramiento. Su condición obstinada la hace saltar para franquear la altura del tubo en el que se la introdujo, pero se da invariablemente con la tapa que lo cierra. La pulga, pulga pero no tonta, aclara el narrador, aprende a saltar sin que su cuerpo tropiece con ella. Poco a poco entiende que debe hacer bien los cálculos y evitar lastimarse. Cuenta más no perder la vida en el empeño de escapar que el hecho liberador de escapar de la cárcel que la retiene, pero he aquí que cuando se quita la tapa del tubo, la pulga renuncia a probar saltos más arriesgados. "Podría, si quisiera, fugarse con toda facilidad; nada se lo impide; es libre". Los cuentos de Tizón contienen esa enseñanza magistral: la de quedarnos en ellos, la de no desear que la reclusión finalice y la historia tenga un final. Somos pulgas amaestradas: preferimos que se nos confine a que alguien nos ofrezca la posibilidad de huir. La literatura es ese espacio tenebroso en el fondo, pero decididamente buscado, aceptado sin más consideraciones. La vida está afuera, pero no hay otra mejor que la vida falsa en la que sabemos que no recibiremos ningún castigo o que nada perturbará nuestra plácida existencia penitenciaria. Con el tiempo, el buen lector decide prescindir del salto: permanece con los ojos abiertos, espectador privilegiado de lo que algún diosecillo benefactor (aunque cruel en el fondo) nos cuente sobre la periferia.
Escribir es perseguir patos
"Una jaula de patos se abre, se escapan todos y tú tienes que atraparlos". Así que el lector también debe esmerarse en que ninguno quede sin devolver. El mérito de Tizón es obligarnos (bendito recado) a que aprendamos a perseguirlos. ¿Los hemos cogido todos? No, por supuesto que no. Quedarán algunos por ahí, no sabemos qué infortunio o gracia hará que otros los alcancen. Un cuento nunca es de quien lo escribe. Todos los cuentos del mundo se contienen en una de esas bandadas de patos que torpemente (con esa gracia que tienen) avanzan hasta que de pronto alguno descubre que puede izar el vuelo. Tizón hace cuentos aéreos: sus patos están entre las nubes, patos siderales algunos. Todos los que escribimos cuentos sabemos que los patos están en la cabeza, no son de verdad. Ni los cuentos. Por eso podemos dedicarnos a leer muchas veces los mismos cuentos. Porque no son el mismo cuento. A la mentira a la que se encomendaron le han salido nuevas alas. Ya es otro pato, vuela más alto, te hace volar más alto a ti, eres finalmente uno de esos patos. No sería extraño que un personaje de uno de estos cuentos fuese yo mismo y necesitara más tiempo para encontrarme. Lo que no sabemos es si fuimos nosotros los que metimos los patos ahí dentro. El azar hace que vayan por aquí o por allá. Habrá una lógica interna en su azaroso vuelo, pero hay una voluntad clara por parte del autor: los patos están donde él los puso, son suyos, están amaestrados. Como pulgas, aunque alguna se obstine en seguir saltando y se lastime.
Metaplegaria
El fuego habla con el fuego sobre el mismo fuego. Un conejo se reconoce conejo y se da la más alta de las consideraciones personales hasta que de pronto otro conejo le informa de que todos los conejos llegan a esa conclusión en uno u otro momento de su vida. En los cuentos de Plegaria para pirómanos creemos leer los primeros cuentos. Como si nadie nos hubiese contado nunca ninguno. Es un territorio virginal. Somos puros, somos inocentes, somos castos. Pero poco a poco vamos quemándonos: un incendio nos hace querer salvarnos o nos hace querer sacrificarnos. Somos el conejo (también la pulga y el pato) que ha encontrado el placer no en roer con sus dientes la maravillosa zanahoria, sino en comprender que la zanahoria es inagotable y que nosotros, mientras la mordisqueamos, somos inmortales. La narración dentro de la narración a la que Tizón acude en muchas ocasiones (juegos sencillos que se enredan cuando se han comprendido de verdad, paradójicamente) es una invitación a la lentitud como herramienta de conocimiento. No porque escarbar la tierra de estas historias cueste y hasta parezcamos no dar con la raíz y creer que no podemos llegar más adentro, sino porque su belleza (la hay a espuertas) precisa un demorarse, un ir despacio, un no desear que la zanahoria se acabe y descubramos que no hemos saciado el hambre.
Tizón, aforista
Una de las mejores cosas que a un apasionado lector y esforzado escritor de aforismos le puede pasar es que un libro, sin que uno lo espere, sin que se pliegue a ellos con expresa dedicación, los contenga en abundancia y sean añadidamente espléndidos. "La escritura es una modalidad es una modalidad de entrenamiento que sólo sirve para entrenarse más". También la vida. "Cuando la belleza te ha tocado de verdad, ¿cómo podemos seguir tolerando el mundo?". (Mi vida entre caníbales) Al esa vida, la llama "un puñado de arena luminosa" (Ni siquiera monstruos).
Cómo contar lo que no sabemos cómo contar
Luego está la manera de escribir. A veces a brochazos. Paletadas bruscas. Palabras como colores. Hay un cielo que da "la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura". (El fango que suspira). El que narra, más que escribir, parece que habla o que se habla. Todo es un prodigioso monólogo, parece a veces. Si yo me lo cuento, puedo llegar a entenderlo. Si no, ni siquiera lo olvidaré. No habrá entrado, no habré tenido conciencia de que ha ocupado mi atención y he sido testigo. El escritor es uno de esos espectadores que han sido agasajados por el don de transcribir la intimidad de las cosas. Es todo tan íntimo en las cosas que suceden (no muchas, algunas, todas) en las nueve historias del libro. En Agudeza leemos: "Tengo un grifo mental que no se cierra nunca". El milagro consiste en permitir que ese fluir sea del agrado de quien se desagua. Contrariamente al aserto de Rilke, Tizón no se hace pobre al hacernos a nosotros ricos: creo que se cuida bien de que el esfuerzo (lo será en algún sentido) haya valido la pena: él sabe, él tiene la sensibilidad requerida para que la realidad se abra de piernas y permita que la cubramos y nos vertamos en ella. Es un volcado lírico, es un ejercicio de una sensualidad no siempre promiscua. Nos preguntamos si sabremos contar lo que no sabemos contar. Para ofrecernos una respuesta que nos consuele o que nos disuada de que sea de verdad una pregunta importante, nos arriesgamos a contar como no lo hicimos antes, nos obligamos a ser otro, dejamos el escritor que somos y el lector que somos y hasta la persona que somos para mirar al fuego desde dentro. El pirómano es un exégeta de la ceniza. Tal vez su enfermedad provenga de un exacerbado amor a ella. Como si escribir fuese arderse uno, exponerse a que las llamas lo devoren y empezar a buscar las palabras del fuego cuando ya no queda fuego.
Una pirotecnia visual
Hay imágenes deslumbrantes que no abandonan a quien las ve, entremetidas unas con otras, como una cama a la que cubrimos con una pila de sábanas o de mantas hasta que el grosor desangela la idea que tenemos de una cama y el objeto que miramos es otra cosa, pero una cama. "Un bebé dormido encima de un neumático en un campo de amapolas". (Ni siquiera monstruos). Algunas crujen; otras, cuando se las piensa, una actividad arriesgada ésa, son de una ferocidad que intimida: pienso ahora en unas salpicaduras de sangre jacksonpollock o eran de café, creo recordar. (Cárpatos). Pum. Un disparo. Un disparo no es nada. Un descorchar de una botella en el pabellón de veraneo. "Un estornudo de Dios". En un cuento alguien puede morir sin que esa circunstancia arruine la sobremesa de unos comensales en la que se chismorrea hasta que anochece. Al alce hay que matarlo. Descuartizarlo. La historia puede ser una aventura vivida o un sueño fabulado. Una cosa es indistinguible de la otra. La ficción es una secreción de lo real. O es al revés. Lo grotesco tiene la misma caligrafía que lo sutil. Hay dry martinis para quien alcanza cierto nivel. Como si se pasan pantallas en un juego. Todo el libro es una especie de tentativa de épica a la que se ha extirpado toda posibilidad de épica. No hay héroes. Ningún cuento exhibe esa musculatura fértil, esa osadía en la consecución de un propósito. Los personajes son enternecedores. Son criaturas de una apostura tímida. Se dan, pero se guardan: piden que se les considere, pero prefieren guarecerse, no tener que despertarse con la sensación de que la muerte les rondó y lograron zafarse.
Erizo
Aparte de su alegre incoherencia, Plegaria para pirómanos es un libro incompleto. Todo buen libro debe contener incoherencia y incompletitud. Hay casas que se vacían (El fango que suspira) como libros que se acaban. Queda de ambos un delicado poso, una especie de vacío al que incorporamos palabras para que no acabe por desvanecerse. Los habitantes de la casa desalojada estarán en otro lado, en otra casa, pero los personajes del libro (que no tiene forma de casa, pero lo es de un modo absoluto)... ¿dónde están? Fascina que, no estando, no dejen de martillear la memoria. Como fantasmas de una pequeña orquesta tropical o uno de esos combos felices de verbena que van de pueblo en pueblo alegrando las plazas y las gentes. Ahí está Rizo, esa criatura adorable, frágil, obstinada en medrar en lo que sea, en creer suya la facultad de contarse el mundo en una soberbia primera persona, un tímido (Agudeza) que se las compone para que ese mundo esté a su entero servicio, aunque se desmorone ante la eclosión del amor o el atropello de una señora junto a él o se declare fan de los finales cerrados en las historias y luego las deje intimidatoriamente abiertas, exhibidas con esa lujuria de lo que todavía no está bien contado y se deja coger de la mano para que prosigamos el camino. ¿Dónde está Rizo ahora mientras yo apuro el café de la mañana? Estará largándose de algún lugar. No se habrá despedido. Llevara una chaqueta verde musgo. Con coderas. Historiada. Es la historia del grifo que no para. "La inquietud en la yema de los dedos". Un hombre irresuelto, mal aconsejado casi siempre. De los que tienen un mejor amigo y un segundo mejor amigo. Cuenta con ellas. Sus historias son las suyas propias, aunque las cite de memoria e incurra en desacatos a la restitución de lo real y termine haciendo que aflore el escritor. Se verá que Erizo es una especie de Tizón al que se le ha permitido superar la timidez y contar cosas que le importan, sincerarse. Venga, amigo, siéntate, te voy a escuchar, le decimos. Entonces Erizo se explaya. Cómo lo haces, con qué soltura, con qué resolución. A veces le pierdes el hilo. Incluso crees tenerlo más tarde y notas que se ha ido de nuevo. Será la incoherencia de las tramas, su desenfoque narrativo, esa especie de viaje que propone en el que pareces alejarte, pero estás en el mismo punto o, bien mirado, pareces no haberte movido y, sin embargo, estás cada vez más lejos y no sabes volver. La buena literatura (incluyo el adjetivo para concederme un regalo) precisa que no haya brújula que la guíe. No saber, no preguntar. Basta meterse en la sesera de Erizo. Olerá a carne quemada. El fuego la quema con pasmosa lentitud. Olerá a sudor. Porque las palabras, cuando se les exige que den de sí lo que puedan y se esmeren en no dejar nada atrás, sudan.
Cohen
El cuento que más he leído (no sé las veces) es una carta, una confirmación de un susurro. Qué precioso es. Querida Marianne. Así empieza. Luego no acaba. Es lo que tiene que un poeta te escriba la confirmación de un susurro o de una plegaria y haga balance de los días de la condena y de la salvación (los del poeta con su guitarra, los de los barcos que parten de China cargados de naranjas) que pasó contigo y de los que hizo más tarde conmovedoras canciones. Que para eso es Leonard Cohen y está de vuelta de casi todo y no tiene gana de continuar el viaje, sacar la maleta de debajo de la cama, ponerse el reloj en la muñeca y el sombrero en la cabeza y echarse a andar de nuevo. Prefiere esta etapa de contemplación y de columpios vacíos. El partisano de la gabardina se deja cortar el pelo cada dos o tres de semana. Lo haces bien. Una botella de Restina. Pulpo para la cena bajo el emparrado de la pérgola. Aceitunas kalamata. Flan al postre. Lo de encender velas a dioses prematuros (cito de nuevo al poeta metido en poeta metido en poeta) lo apunté en el bloc de notas del móvil para que no se me olvidara. De vez en cuando me sorprendía yendo al trabajo pronunciada ese verbo y ese rutilante complemento directo, que para eso soy maestro de lengua, eso he escuchado. Encender velas a dioses prematuros. La utopía del amor es su verdad prematura también. Y hay tanto amor en ese cuento que dan ganas de llorar de alegría, de verdad. Las cosas, si no tienen sentido, dan más juego. Ah Marianne, recordarás esa película italiana "en que un grupo de amigos se reunía en el salón de una villa en el campo para escuchar grabaciones de sonidos de la naturaleza: la lluvia, el trueno, el viento entre los árboles, los pájaros. ¿Sabes a cuál me refiero?. La paradoja residía en que habrían bastado unos pocos pasos para salir al aire libre y disfrutar directamente de todos esos sonidos". En cierto modo, eso es lo que hace Tizón al hacerse pasar por Cohen o por Erizo o por cualquiera de todos esos fantasmas interpuestos a los que acude cuando despliega su festín literario: nos hace que escuchemos los sonidos de la literatura cuando bastaría dar unos pocos pasos, salir al aire libre y aplicar el oído con vehemencia y abrir los ojos con desmesura para que la realidad (esa literatura sin conformar todavía) nos consuele, nos conmueva, nos duela o nos haga sentir los seres más dichosos, los que han estado todo el tiempo en el centro mismo de un milagro. Alguien abraza a un extraterrestre en la cubierta de un ferry. Alguien mete su pelo en el cuenco de la sopa. Alguien sabe que en un cuartel de bomberos de California hay una bombilla que no ha dejado de parpadear desde 1901. "Más de un siglo de titubeos". "... el amor, una de las cosas eternas que menos dura". Otro aforismo excelso, aforista. Escribir un libro, retomo al partisano, requiere ser primeramente un niño y saber que ya eres adulto cuando lo acabas. La vida tiene ese mismo trayecto vital. La escribimos a ciegas, con inocencia, con ligereza, con la párvula precisión de un niño al que se le ha dado un don y lo reconoce y es hospitalario con él un día y otro y otro más hasta que da las gracias, al final de la historia que se ha comprometido a contar, las da al universo entero: "Gracias, gracias por la tristeza". Eso tienen las plegarias. Que son tristes, en el fondo. Qué serena disciplina la del escritor cuando se ha hecho mayor y nos hace crecer con él. Qué atrevimiento cuando nos propone atrevernos. Gracias por hacernos caer. Ya sabemos que "a partir de cierto punto todo es caída". También que nos engañaron con la de la forma y el fondo en las clases de Literatura en la Universidad. La forma es fondo. ¿O nos lo dijeron? Se lo tengo que preguntar a alguien que prestara más atención.
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