3.10.23

Elogio de las palabras inestables


                                             René Magritte, El sentido de la realidad


Hay palabras que no casan con su contenido. Su arbitrariedad, el vínculo entre significante y significado, es impuesta, convencional, no derivada de una lógica. Saussure, en su Curso de lingüística general, fija la inmotivada causa de que la palabra corbata haya podido recaer en el objeto corbata y no en el objeto corbata o ala. En mi conciencia de hablante la palabra pozo está indisolublemente unida al hecho físico del agujero que se practica en la tierra con objeto de dar con el agua o con cualquier otra sustancia que se precise. En mi obediencia de hablante domingo da cuerpo semántico al séptimo (también ese orden arbitrario) día de la semana y no al cuarto ni al aumento temporal de la temperatura del cuerpo al responder a un padecimiento o a una anomalía orgánica, que dimos en llamar fiebre. Esa precisión es el armazón de todo el complejo sistema de signos que nos permiten comunicarnos. De romperse alguna de sus partes, la más pequeña, se vendría abajo la posibilidad de que entendamos y de que nos hagamos entender. No puedo decir "Me ha subido el domingo", ni (análogamente) "Las fiebres las reservo para descansar". Sífilis da más como diosa griega que como enfermedad venérea. Diplademia, vocablo que nombra una planta enredadera, también llamada mandevilla o jazmín chileno, hace pensar en una anomalía digestiva o en una bacteria que entretenga su microscópica y cruenta batalla en la epidermis. Luego están las palabras irrevocablemente hermosas, todas las que pueden prescindir de que algo tangible o etéreo, construido o pensado, se arrime a su restitución fonética. Así blonda o alba o melindre o o astrolabio o funámbulo o algo trébol. Curiosamente todas contienen la letra L. Debiera haber palabras exentas de la obligación de entregar un significado, frases que se erijan por limpio amor a la música que tutelan.  Me apresalaba yo a desmoler un zúmbulo cuando francaba amopiramente un górrido presbunclo de facuas. Era invernalia y el féciro tremolaba en el quiciante de la baluharda como un trámpola cuando climpea nimias en los muselines. Satriniado, con groma, con lumpo, senendí, como tantos francos. Las nimias se anacuerdan al noble greco de la funisma, pero no entra en mi plámula dar aquí más yámbica fusta de la que el comistrante falula. Que otros banatolen. Mi fresmor bartolaba dárgolas, mi serenfucinia afrumbaba a su antojadizo volaire. Eran lontana la brega para que yo la fucilara. Jamás voluntos de urgidia frenerbaron tanta malandurria. Himedusas, cabeslocos, orgifantes y telumenclos se compadraron para que la verdadera barrinia enercizara su amarambo, su plescamia, su lóquida fienestancia. Yo allí, princo, palimbo de mi guibia.. Así desmorder la cánula trigesta, así paralindar los vacilentos de la posánide cuando berranea. Todas esas palabras inestables, las que vacilan entre sacrificarse o prestar el servicio que se le encomienda, nos acompañan desde que las escuchamos por primera vez y pedimos a alguien (a veces el diccionario) que nos las expliquen. Ayer escuché la palabra fámulo. Sonó como un disparo en mitad de la noche. Ese ruido ha escrito este texto . 



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