Lo que sé del corazón no se lo debo a la ciencia. Ninguna información anatómica o médica relevante, ninguna evidencia cartesiana valdrá más que la poesía romántica inglesa, un cuento de Benedetti o una novela de Patricia Highsmith. No hay lenguaje de más probado oficio que el de las metáforas. Ninguno que ilustre más sobre lo humano que las tragedias de Shakespeare o la gran novelística rusa del XIX. A ellas, a las metáforas, a su revelación prodigiosa, confiamos el entendimiento del mundo, pero la revista Science es un recetario de prodigios al modo en que lo es un libro de Kavafis. Del cerebro dice que es elegantemente simple. Que el mapa de alta resolución de su maraña sináptica respeta un orden. Del corazón no he leído nada parecido. A lo sumo, a veces, se le encomiendan labores más pedestres, de menor calado pasional, aunque haya boleros con más desgarro interior que El libro del desasosiego de Pessoa. Se le concede el rango de brújula espiritual del universo. Como si el desorden del cosmos proviniese de los espasmos de su funcionamiento, de ese hermoso mantra de percusiones privadas que produce para que yo ahora escriba y usted lea, para que percibamos el olor del campo recién llovido o la belleza incuestionable del vals número dos de Shostakovich.
El cerebro es el hardware, pero yo sigo fascinando por el software. Es en esa parte de la trama en donde entra a escena el corazón, órgano al que se le han venido atribuyendo las bondades sobre las que se construye el mundo. El amor, que mueve el sol y las estrellas, como quería Dante en su Divina Comedia, el corazón de las canciones del pop o de esos boleros nace en ese músculo impresionable, en ese incansable (hasta que lo colapsamos y no continúa) aparato tímido, colosal, sufrido y mágico. El corazón que delata y el que silencia. El corazón dolido o el que lame con dedicación la fortuna. El corazón de los blues del delta y el del tango a media luz. Son muchos y hacen que la tierra gire.
Del alma no se ocupa Science. El día en que unos cuantos lumbreras de los laboratorios (benditos sean, benditas sus cavilaciones, bendita su abnegada vocación de progreso y cultura) anuncien el mapa del alma, uno cartografiado en una resolución sublime, me paso de la poesía a la ciencia pura y dura. Dejo de leer a Gamoneda, al que vuelvo menos, del que me canso más, por cierto, que fue para mí un maestro en ese aspecto durante una temporada, y me pongo las gafas de cerca para aprender el porqué de la elegancia sencilla del cerebro o las razones científicas que hacen que pierda el sentido escuchando la poesía al piano de Bill Evans, pongo por caso, y no brinque con el reguetón (al que ayer Mick Jagger valoró una brizna en una entrevista) o las capsulitas de felicidad de un coelho o un bucay (ah, salieron, por fin salieron, queridos Navarro y Ferrer)
Si exponen el mapa del alma habremos unido dos mundos aparentemente congeniables, pero de difícil sutura, el de la materia y el del espíritu. O los habremos destrozado para siempre. Se les habrá extirpado el lado noble, el alquímico. Arrasados los jardines, devastada la palabra, el poeta escribe ecuaciones. Logaritmos que en realidad, mirados de cerca, semejan alejandrinos. La poesía, que pulsa la cuerdas del universo. Uno mismo, leyendo poesía el sábado por la mañana nada más levantarse, como si no tuviera cosas de más importancia que hacer y no tuviera un libro en donde están todas esas necesarias cosas bien anotadas y estabuladas. Todo lo que sé del corazón, lo que hace que lea poesía, hace que ame a los demás y desee que un poco de ese amor de los demás me impregne un poco también a mí. En ésas andamos. Se escribe para que lo amen a uno. Ese es en el fondo el ánimo que acciona la escritura. Contar para que cuenten con nosotros. Decir para que se nos diga. Puro feedback. Ahora vamos al lunes, que es poético si se le mira bien. Que sea poético el vuestro. Que esté pleno de metáforas.
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