Hemos creado las condiciones necesarias para echar abajo todo lo que tanto costó levantar. De hecho, no sería un acto pensado siquiera, sino precipitado por cualquier circunstancia, alentado por la inercia, hasta inocente. El no saber de algunos acaba siendo lesivo para quienes sí saben, para todos los que antes se afanaron en hacer mejor el mundo que no verían. El hombre es un animal sin memoria. Basta que gruña para que de pronto aprecie gruñir. La civilización es un idea frágil, se viene abajo a poco que se la roza. No sólo no hemos aprendido nada, sino que se ha asentado la idea de que no hay deseo alguno de que aprender sea algo verdaderamente útil. Es un cuerpo enfermo la sociedad. Hay zonas devastadas por el cáncer a las que no se mira. Se cree que el tumor no alcanzará las partes limpias, pero la metástasis avanza, el mal que ha escombrado el paisaje lejano se encomienda igualar el mapa. Hay ciudades abandonadas, hay muertos olvidados. Se nos informa de su ubicación, nos consterna el caos que las asola, pero difícilmente sentimos que nos concierna todo esa ruina. Las ciudades quebradas y los muertos anónimos quedan en representación, en ficción, en una especie de simulacro. Ayer pensé en desentenderme de la remisión constante de noticias, pertenecer al gremio de los ignorantes, pero mi indolencia cívica o moral (ambas de la mano, tal vez indistinguibles una de otra) no me hará más feliz. Estamos en la ceniza de las palabras. No las usamos, no tienen predicamento, no cuentan para convencer. Creo que estoy escribiendo el mismo torpe texto desde que descubrí que no he hecho nada para que gruñir no sea el lenguaje al uso o para que los escombros (los de las ciudades, los del corazón) sean la nueva representación del paisaje. Desolación, hartazgo, tristeza. Ese convencimiento cada vez más profundo de que no es amor lo que nos profesamos, sino otra cosa más atávica y más lamentablemente adictiva.
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