Átomo, en griego clásico, es lo que no se puede partir. Me fascina que estemos hechos átomos y, entre ellos, como una galaxia invisible, espacio vacío. Es una sensación extraña la de pensarme hueco, la de que la mancuerna de doce kilos que manejé ayer en el gimnasio sea un engaño y, en el fondo, no pese nada. La aseveración de que somos espacio vacío se la leo en una entrevista a la reciente Nobel de Física, Anne L´Huillier. Ese hueco inconcebible es el de los átomos, con su núcleo y su electrón danzando en esa niebla. El primero en hablar de esas partículas fue Mosco de Sidón, según cita el historiador Estrabón y el filósofo Sexto Empírico. Demócrito concibió la idea de que la realidad era atómica y hueca: éramos materia y vacío. Epicuro, al que adoro, reforma al loco de Demócrito y mete en la discusión al azar. Ahí es donde la poesía toma el mando de la ciencia. Yo creo que las dos hablan el mismo idioma. Los científicos trabajan con patrones cartesianos; el poeta, en la lucidez de sus metáforas, con patrones no razonables, sin intermediación de la experiencia. El argumento más adorable es el de que el poeta, sin medir ni evaluar la consistencia del universo, lo entiende y se maneja con hermosa eficacia por sus laberintos. Un poeta sabe que estamos hechos de espacio vacío, aunque le está negada la declaración formal de ese conocimiento: todo lo confía a la elocuencia de su inspiración, al decir dulce o violento de su sensibilidad. Las dos disciplinas, la ciencia y la poesía, agitan la inquietud del hombre, construyen puentes entre la luz y la sombra. No acaba la sed, no hay otra cosa que impaciencia para calmar el ansia de saber, pero todo está en el esplendor de la rosa cuando se yergue en el aire y lo corteja. Hay un anhelo común en las matemáticas y en la poética, el de conceder a la imaginación la más distinguida de las atenciones. Hay una gramática de las matemáticas, una especie de diálogo que progresa. La propia lengua es una piel, escribió Roland Barthes: su caligrafía es un algoritmo, su música es una ecuación. La conjetura de que el vacío nos conforme es radicalmente poética. Dios tendrá sus números. La teología es la ocupación del hombre por entender la perfección, que no es aplicable a la realidad, tan boscosa y críptica ella, tan de decirse y desdecirse a cada momento, tan par e impar o tan benigna como cruel o tan oscuro como deliciosamente luminosa. Me declaro amoroso ignorante de todo lo que la ciencia dictamina. No tengo interés en saber la coreografía del electrón en su país ácrata, en su su círculo indefinido. Soy más de Lorca que de Newton, aunque quizá los dos bosquejaron un mapa de lo real que tenía más coincidencias que divergencias. El poeta andaluz miraba un cielo vacío, mondado, idéntico a sí mismo. Newton, el físico, el teólogo, el alquimista, el matemático inglés, miraba la bóveda celeste con la misma perplejidad. En lugar de registrar versos, aunque no dudo que los urdiera, Newton buscó (piense en una manzana) el primor limpio de la madre natura y cinceló (el verbo es perfecto) los pilares de la tierra (no piense en Follett) a beneficio de las generaciones por venir. Él mismo era un espacio vacío, incluyendo en esa oquedad maravillosa su peluca de la época. El trabajo del sabio fue pensar en el movimiento, el cercano y visible y el oculto y lejano; fue pensar en Dios y en el origen de las primeras cosas. No tuvo mujer y la edad lo encolerizó al punto de obsesionarse con dar con las leyes que regían esa cólera, cualquier tipo que concurriese en el fresco de los dones de la existencia. Miembro del parlamento británico, era fama su silencio hostil, una especie de ausencia presente, temida y respetada. Un buen día, se levantó de su escaño durante una sesión. Dijo: "Perdón, ¿podría alguien cerrar aquella ventana? Hay corriente de aire y se me puede caer la peluca". Esa fue también la última de sus interpelaciones. Al fin y al cabo, era el movimiento el que lo estimulaba. El mismo aire será hueco también, pero puede dar al traste con las composturas de un señor que calce una esplendorosa peluca. Las ideas, ah las ideas. Esas no tienen átomos ni electrones: están completas, poseen la solidez de un núcleo.
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