Yo fui Syd Barrett diez minutos. Supe del éter y de las voces en la cabeza. Aprendí el rumor de las moléculas intrépidas. Vi los tejados de Londres desde las nubes de los primeros poetas lisérgicos. Comí almendras de mil novecientos doce en un templo birmano. Sentí en el pecho el canto de aves estinfálidas hasta que un olor a cebolla muerta me hizo suplicarles que callaran o que me devoraran. Conversé con ángeles más hermosos que todas las pastillas de colores del bolsillo de mi novia de dientes de morsa. Trepé los muros de una finca en Formentera para ver unas gallinas que me habían hablado en un sueño. Bebí las lágrimas de mi padre cuando el cáncer lo partió en doscientos trozos. Leí Alicia en el país de las maravillas con los ojos cerrados, con la boca abierta, con mi cabeza muerta. Abrí mi corazón para que entraran las hormigas trémulas y los bastardos de los pubs de Whitechapel. Crucé la campiña inglesa en un Mini con el fantasma de William Blake. Me encerré en un apartamento de Chelsea con treinta guitarras y un millón de libras esterlinas. Compuse una suite interestelar que sonaba como una canción de rameras en un music hall. Me vestí de bardo gótico para que los pájaros volasen en mi boca. Lustré mis botas altas con la saliva de la reina de Inglaterra. Comprendí la mecánica de los astros. Amé el humo de las fábricas de todas esas ciudades comidas por el gris de la muerte. Me fascinó ver un pulpo comer hierba en la palma de mi mano. Miré una caja de cereales como se mira a Dios. Descreí de los apóstoles que alimentaron el alma de mis ancestros cuando escuché blues en un viejo tocadiscos que mi padre arrumbó en un sótano. Fui pretencioso, fui solemne, fui un tarado. Escribí una canción de cuna al encontrar la luz de la inspiración en el viento al cimbrear los sauces. Forniqué con mí mismo, me conduje hacia la absoluta liberación de la carne. Padecí la lujuria de las flores muertas. Me afeité las cejas para ver a mis amigos grabar un disco estúpido que vendió millones de copias. Me puse gordo como una buena foca cuando el ácido ya no me hacía ver el naufragio de los colores ni la tristeza del cielo. Fui un gnomo, fui un bufón, fui un brujo. Viví en el limbo y luego me mudé al vacío. Aprecié mi cabeza irregular y la cuidé hasta que ella se separó del tronco. Fundé la banda de rock psicodélico más importante del mundo. Reparé el fuego con las heridas de los mártires. Descubrí el secreto demasiado pronto. Cabalgué sobre la brisa de acero. Toqué la flauta a las puertas del alba. Fui sedado, fui la estrella sin rumbo, fui el negocio roto. Nadé en una pecera. Somos sólo almas perdidas. Tenemos los mismos miedos. Vemos los mismos fantasmas. Cantamos las mismas viejas canciones frente al fuego del invierno. Yo moriré a los sesenta sin haber abierto la boca. Tendré el pelo al cero. Los ojos desquiciados. Algunos amigos dirán que fui un diamante loco. Me dedicarán canciones hermosas. Desearán que estuviera con ellos, pero siempre anduve lejos. Cambridge era un planeta dentro de un fragmento de mi cabeza irregular de chico guapo que toca la guitarra y escribe melodías de la luna. La felicidad era tocar a mis gatos Pink Anderson y Floyd Council.
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