Procede cantamañanas del Siglo de Oro y cubre el hueco que el ampuloso idioma español tiene para quien, forzado a hacer algo, esquivando la responsabilidad y el esfuerzo que conlleva, declara que lo hará mañana, negando que esté disponible, expresando el nulo empeño en acometer lo que quiera que se le haya encomendado. Persona informal, irresponsable, no merecedora de crédito, glosa el diccionario, es el cantamañanas. Ahora se tira de otro término que viene a significar, con más o menos eficacia, la misma inconsistente compostura de ánimo: procrastinador. Es especie invariablemente de postergado ahínco, si es que alguno tutelan. Su vocación es psicológica (temo que me cause un malestar, me frustre, me dé ansiedad), física (no me gusta forzar el cuerpo, es posible que me lesione) o intelectual (no daré la talla, haré el ridículo, verán qué poco valgo). En todo caso, el individuo en cuestión, más que se aplazar por alguna razonable causa, rehúye que se le urja a algo por sencillos motivos, la mayoría de los cuales conciernen al sobrehumano esfuerzo que supone arrimar el hombro o sudar al hincar la cerviz. Su vagancia es de naturaleza metafísica, si se me permite ese quiebro filosófico. Apela a lo más profundo del ser, lo que nos acerca a los dioses. No poseen conciencia de que prorrogar o suspender el cometido que se les confía tenga mayor relevancia. Otro lo hará, mejor que yo, con probabilidad, sostienen. La experiencia subjetiva del tiempo les ampara. Igual que Cronos se zampó a sus hijos en un acto de deliberada crueldad, el cantamañanas se devora a sí mismo con morosa eficacia. Va perdiendo trozos, pero el cuerpo no exhibe fractura ni merma. Cuando pulen oficio, los cantamañanas (paradójicamente) adquieren reciedumbre en su natural negativa, no la argumentan, no se esmeran en justificaciones ni excusas, se escaquean sin apenas reparo en el qué dirán o en si esa falta de compromiso afectará a otros. Tiene también el vocablo un punto de estulticia que no desentona con el resto de su indumentaria moral. Hay pueblos en los que el cantamañanas es un zascandil, un mequetrefe, una botarate, un majadero, un tarambana, términos felices (el español es especialmente pródigo en estas nomenclaturas) que no hurgan en la pereza o desgana a la hora de trabajar, sino en la cualidad de lo imbécil, en su predicamento antiguo y todavía sostenido, en su simpleza. Vagos egregios algunos, dignos de estudio aparte por su constancia y sincera indisposición, la especie sobrevive en estos tiempos de zozobra espiritual y franco desprestigio de la disciplina, tan precisa en el desempeño del trabajo.
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