2.10.23

Elogio de las cartas de amor

 


                                                               René Magritte, Los amantes

Nunca he recibido una carta de amor, aunque hay gente que tiene cientos en una caja de zapatos o en un cajón, entre las sábanas planchadas, sin que un poco de ese amor declarado caligráficamente ocupe su vigilia ni se entrecruce por la bruma de sus sueños. Yo tampoco he mandado ninguna. He escrito las suficientes como para dudar de esa aseveración mía, pero no eran de amor, no había una declaración, una evidencia tangible, armada con el primor de las palabras más hermosas o las más sentidas, no inspiraban a la destinataria a que rompiese a llorar de emoción o la hiciera pedacitos mientras despotricaba contra el atrevido o insolente autor. Las que he leído han sido falsas, es decir, literarias, lo cual rebaja esa impostura, la de que sean invención, fingimiento, convirtiéndolas en algo mucho más fiable que las vertidas por un corazón roto o por uno que anhele el favor de quien ama y se esmere en registrar su ardor. Escribir algo es casi escriturarlo, adherirle una parte normativa, jurídica, institucional, a salvo de la huidiza producción oral. Decir te amo dura menos que escribirlo en la mayoría de las veces. Si quien lo pronuncia, da con el tono y el gesto, modula la voz para que esas dos sencillas palabras posean la elocuencia de los mismos dioses, cuenta más verbalizarlo, airearlo, hacer que la vida sea el escenario de ese acto íntimo y no, a pesar de su predicamento antiguo, recaiga el peso del mensaje en una herramienta menor como es el papel o un correo electrónico o una servilleta de un bar.

 Ya no se escriben cartas de amor. Con intención de perdurar, han irrumpido nuevas vías para contar y para que nos cuenten. Es más rápido abrir cualquiera de esas plataformas y teclear en el móvil, esperar a que se ponga azul la señales de que el texto se ha leído y confiar en que el lector responda. Se le da a la inmediatez la importancia que antes encomendábamos a la demora. Que la respuesta tardara producía en el emisor un estado de dulce zozobra. Si tarda es porque se lo está pensando, razonaría. Si tarda mucho es porque no quiere precipitarse. La correspondencia es un género literario en el que abrumaba ese romanticismo cartesiano que casi nunca (gracias a Dios) concurre cuando uno habla a la persona a la que concede la distinción de todo el amor que pueda concederle. Eran deseos asimétricos los expresados en ellas. Carecían del fuego de lo cercano, pero eran vehementes, eran ardorosas, eran de una sinceridad brutal, la que no se produce en el teatro de la vida, no el de las letras. El cortejo manuscrito entra en ocasiones en lo inevitablemente bochornoso. Kafka decía en una de ellas haberse fusionado con su amada Milena en un sueño que tuvo. Su pudor le impedía admitir que la lúbrica escena podía haber sucedido en algún departamento de su cabeza consciente, no la gobernada por la ensoñación. Flaubert, entre pedestre y escandaloso, escribió a su amada Louise Codet: "Te cubriré de amor la próxima vez que nos veamos, con caricias, con éxtasis. Quiero morderte con todas las alegrías de la carne, hasta que desfallezcas y mueras. Quiero dejarte atónita, que te confieses que nunca habías soñado de semejantes trances… Cuando seas vieja, quiero que te acuerdes de esas pocas horas, quiero que tus huesos secos se estremezcan con alegría cuando pienses en ello". Ninguna melindrosa, ninguna exenta de venusinos efluvios, aunque enmascarados a veces, las cartas de amor incurren en licencias que el autor censuraría si las leyera y sometiera a la aprobación de sus lectores. Por algo son íntimas, por algo se libran del escrutinio popular y con dulzura y arrobo (inocente o promiscuo) se envían a un solo destinatario, que debe cuidarse de no divulgarlas, por bien de los que en ella dialogan. 

Las de James Joyce a Nora Barnacle son harina de otro costal, efluvio venusino. El buen hombre, hecho a la escritura como Dios está hecho a sus nubes, cinceló sus deseos con elocuente sinceridad: "Mi dulce sucia pajarita folladora. Aquí está otra nota para comprar bragas bonitas o ligueros o ligas. Compra bragas de puta, amor, y trata de perfumarlas con algún suave aroma y de decorarlas también un poquito por atrás". No contento con el resultado, resuelto a perseverar en la declaración, agregó: "Tenías un culo lleno de pedos aquella noche, querida, y al follarte salieron todos para afuera, gruesos camaradas, otros más ventosos, rápidos y pequeños requiebros alegres y una gran cantidad de peditos sucios que terminaron en un largo chorrear de tu agujero". Sublimar la lujuria es un recurso literario permitido si lo que está en juego es el favor del lector, objeto aquí de la pasión amorosa pura. Hay que ser vulgar para ser entendido, a veces. No hay quien decida comedirse, enmascarar el nervio loco de la sangre, el corazón en el árbol, el verbo festoneado de adjetivos hermosos en la lengua. El correo privado no debería revelarse, exponer a la consideración del ajeno público. El amor es siempre una cosa de dos. Cuando entran más en la ecuación, la incógnita se desangra, se pierde en los celos, en la duda. Aquí habría que invitar a Henry Miller, el escritor de todas las ant0logías de literatura subida de tono, el de los trópicos, los sexus, los nexus y los paroxismos extrasensoriales. A su Anaïs Nin le escribió: "Me duelen los cojones. Te quiero". En un rango menos sincero, el tocado por las flechas amorosas no cae en esos arrebatadores manifiestos de la lengua promiscua y se conforma con la miel de los versos galantes, con la prudencia convertida en catón de su imprudencia, sin entrar en faena, sin poner todas las cartas, permítaseme la inevitable redundancia, sobre la húmeda mesa. El espléndido Joan Margarit registra en un hermoso poema la belleza de las cartas de amor. Pide que no se tiren. Caerán los años, te cansarán los libros, descenderás, cuenta el poeta, hasta perderás la poesía, pero esas cartas serán tu última literatura. En la misiva, palabra que también está perdiéndose, se contiene la épica privada de cada enamorado. Beethoven decía de su vida que era miserable sin su amada. La anhelaba con lágrimas. Vida mía, alma mía, la invocaba. Yo siempre tuyo; tú, siempre mía. Elizabeth Taylor hervía y burbujeaba sin su Richard Burton. Él le escribió que lejos de ella la vida era un dolor de estómago. Una parte de nuestra memoria, la que quede cuando no estemos, permanece en esas cartas. Habrá en ellas un trozo de lo que alguna vez fuimos y tal vez, por la perseverancia de la palabra escrita, sigamos siendo. 

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1 comentario:

David Mariné dijo...

Maravilla.

Comparecencia de la gracia

  Por mero ejercicio inútil tañe el aire el don de la sombra, cincela un eco en el tumulto de la sangre. Crees no dar con qué talar el aire ...