Flambeaba un pato escuchando música de cámara mientras ella miraba un cielo sin nubes y los perros olisqueaban un pájaro muerto al que ayer vimos demorarse en el alféizar de la ventana desde la que la niebla del jardín fragmentaba la luz en trozos del tamaño de un corazón arrebatado a la sangre, cumplido de vértigo, del que más tarde ella hizo un poema para que yo lo recitara con delicado arrobo, con la dulzura del amor puro, cuando, alentado por el embeleso del fuego, una epifanía ocupó mi pecho y lo hizo temblar como una nave a la que el oleaje sacudiera en el espasmo más fiero del mar o como una flor a la que el libar de una abeja promiscua la colmara de pura felicidad sin término, pero ella me interrumpe, me increpa, balbucea, toma la palabra, que será frágil, me dice que en el cielo sin nubes el azul es de pronto negro, que la noche se ha echado encima, que la inminencia de un milagro es un milagro, aunque eso lo dice titubeando, tan acostumbrada que está a que yo la censure si abre la boca y dice lo primero que se le ocurre y yo no puedo seguirla hasta donde quiere llevarme, todos esos sitios que no vienen en los mapas o a los que nadie va nunca, salvo ella cuando se empecina en hacerme comprender alguna de sus revelaciones, ella las llama así, distrayéndome de lo que ande haciendo, un pato flambeado a veces en el jardín mientras la música de cámara, un Brahms, un Schubert, un Mozart, cualquiera de esos iluminados a los que nadie apartaría de su propósito último, el de abrir las puertas de lo sublime, el de hacernos sentir que hay algo de verdad hermoso sucede continuamente, aunque uno insiste en comedirse, en no festejar tan de antemano la irrupción del milagro, pero ella es más impresionable, todo la sobrecoge, cualquier circunstancia la impresiona o la turba, sí, es más la turbación, esa conmoción de los sentidos que desajusta su corazón o su cabeza o lo que quiera a lo que confíe el entero desempeño de su sensibilidad inagotable, tan de extenuar a quien asiste a ella, un poco por amor y otro poco por costumbre, como suele suceder a la mayoría de las parejas, me convenzo de lo que pienso al verla arrugar la nariz, tanteando en el aire el alma del pato, desatendiendo el cielo, que se ha alfombrado de nubes, mirando con súbito temor al pájaro muerto rondado por los perros, ese pájaro del que nada sabemos, tampoco del pato, son vidas inapreciables, las tomamos como un dios releva a sus criaturas del aire y las hace comparecer en su corte celestial para que ella las salve y acoja en el poema que leo sin ver que es un poema, sin distinguir las cesuras, el cómputo de las sílabas, la música interior, que no será culta sino elemental, como la del aire al combar una rama en un árbol o la del lamento inaudible del pájaro cuando el vuelo cesó y se precipitó en el jardín y los avaros perros lo olisquearon por si el sabor les saciaba o por sustracción, qué sabrá uno de lo que un perro censura o acoge si no yo mismo sé otra cosa que no sea flambear un pato mientras escucho música de cámara con ella mirando un cielo sin nubes y unos perros olisqueando un pájaro muerto al que vimos demorarse en el alféizar de la ventana desde la que la niebla del jardín fragmenta la luz en trozos del tamaño de un corazón arrebatado a la sangre, cumplido de vértigo, del que más tarde hacer un poema para que yo lo recite con delicado arrobo, con la dulzura del amor puro, cuando, alentado por el embeleso del fuego, una epifanía ocupe mi pecho y lo haga temblar como una nave a la que el oleaje sacuda en el espasmo más fiero del mar o como una flor a la que el libar de una abeja promiscua colme de pura felicidad sin término.
24.10.23
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