17.10.23

Elogio del desorden

 



                   Jean Piaget, en su despacho


En parte, sin entrar en consideraciones serias, me encanta ser desordenado, es un estado natural en el que me desenvuelvo con paradójico orden, pero hace unos años, en un día cualquiera de verano, me pillé un rebote considerable cuando no hubo manera de que diera con un disco de Charlie Parker que no tenía registrado. No abdiqué, insistí, me calmé como pude y encontré otro de Parker que me alivió. Fue entonces cuando me propuse inventariar los discos y las películas que hay en casa. Abrí una base de datos, me armé de paciencia y metí con ardoroso fervor todos los títulos y el lugar exacto en donde dar con ellos. Rehusé meterle mano a los libros. Rehusé proceder con los libros. No creo que me envalentone nunca, tampoco me preocupa. Fue una decisión razonada, fue un acto deliberado y asumido. Prefiero no saber si Benedetti está a la vera de Melville o si La Celestina comparte anaquel con Poeta en Nueva York. Cuando deseo releer un libro, paseo la vista por las baldas, me recreo en los lomos, saco uno con el que convivo unos días y lo restituyo después a su sitio, que bien podría ser otro, no es importante esa quebradiza estancia. Amo el orden, pero me roba el tiempo que puedo disponer para disfrutar de las cosas que ordeno. Por otra parte, el orden excesivo abotarga el ingenio, lo reduce ostensiblemente. No lo digo yo, lo dicen psicólogos de fuste. El desorden implica libertad, y ésta fomenta la creatividad, vienen a decir. Una habitación en la que impere el caos, cierto caos, en todo caso, es más entretenida que otra en la que la pulcritud reine. El segundo principio de la termodinámica es la entropía, que viene a ser el desorden inherente a un sistema. La misma naturaleza, a pesar de su geometría interna, de su patrón invisible, exhibe ese desarreglo, ese tumulto a veces sólo irritable para quien se fuerza a repararlo. En todo caso, quizá interese que un poco de orden acuda de vez en cuando. Puesto a ser completamente sincero, admito que el orden o el metodismo o la creencia en que organizados se vive mejor es más productivo para la sociedad, hace que la prospere con más firmeza, pero no para uno mismo. Da igual que de pronto no sepa dónde está el disco de Charlie Parker acompañado por una orquesta de cuerdas (uno con un dibujo soberbio en la portada, recordaba). Da lo mismo que en lugar de escuchar ese disco en concreto termine por colocar en la bandeja del reproductor otro que, por una u otra razón, me ha convencido de igual manera. Mi amigo Rafa me refirió el placer que contiene el momento en que de pronto das con el disco anhelado, esa plenitud absoluta, o la felicidad (leve y pasajera, como todas) que supone encontrar un disco que no sabías que tenías. Quizá valga la pena el desorden únicamente por ese hallazgo, por el milagro de la improvisación o por la pura y hermosa incertidumbre. También se puede afirmar (con cierta contundencia) que el tiempo invertido en ordenar a veces no es rentable, no aporta ningún signo de mejora en la calidad de vida que andamos buscando. No sé si el ideal es la mesa de Einstein. Parece que estaba así cuando el científico falleció y así alguien quiso registrarla en honor suyo. En lo personal, en el ámbito doméstico, soy un desordenado eficiente. Sé con más o menos certeza dónde andan las cosas, aunque llevo casi toda mi vida con una especie de culpa por no poseer una certeza mayor o incluso una absoluta. Me aterraría ese control total, ahora que lo pienso. De todas formas, en la otra mitad del escritorio tengo abierta la base de datos y me he levantado metiendo algunos pocos discos que anoche, fatigado, ya no quise registrar. Cuando en un año o en dos o en diez desee escuchar Charlie Parker with strings sólo tendré que abrirla y teclear el nombre. Dirá que número tiene y yo sabré en que balda o en qué funda buscarlo. Ahora, cuando cierre el editor del blog, antes de desayunar, me lo pongo bajito, para no despertar a los demás y empezar la semana con un poco de swing, por favor. 

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