Hay una lagartija en el patio. La vi anoche. Tiene setecientos años. Ochocientos. Tiene cien siglos. Ha visto la luna que vio Calígula cuando nombró cónsul a su caballo. Ha escuchado el temblor de las guerras del hombre sin congoja ni llanto. Se mueve con la lentitud de una piedra. Parece desentenderse de cualquier circunstancia salvo la imperativa de ocupar la alta pared blanca en la que persevera con disimulado entusiasmo. Es la misma lagartija que nubló la comisión de la sangre en el corazón de un poeta que la miró una tarde entera con la absurda pretensión de fijarla en un verso. Ahora no la veo. Dormirá en un descuido de mi mirada. Exalto su ausencia. Ella se afana en su vertical primera progresión hacia la nada. Allí el paraíso anhelado, la casa eterna, la verdad aplazada. Tal vez su escalada sea una representación del arte, un preludio de un estado místico o el mismo éxtasis lírico que irrumpe al alcanzar la cima de la pared y dar con el milagro del aire ya sin obstáculos, mirando arrobado al cielo con su azul antiguo.
Nosotros tenemos setecientos años, tenemos diez siglos, tenemos la suma obscena de todos los años de la ajena bóveda celeste. Hemos sentido el clamor unánime del agua al lamer el primer cauce. Hemos mirado la luna de sangre y la de la miel que el amor hace conversar con la miel. Nos movemos con la lentitud ciega de la piedra. Parecemos desentendernos de cualquier circunstancia salvo la imperativa de ocupar la tierra glauca y el cielo puro. Somos los mismos que agitaron el fuego para ahuyentar a las bestias, los poetas invisibles del recado de un poema inexistente. Habrá quien se descuide y pierda nuestra posición en el mapa. Quien exaltará nuestra ausencia cuando cerramos los ojos y confiamos el cansancio de la vigilia al reparador abrazo del sueño. Quien nos ignore como yo ahora a la lagartija en la pared de mi patio a la manera en que se ignora lo que no puede ser retenido, entendido. Ese limbo. Ahí la nada, ahí el paraíso, ahí la verdad. El éxtasis inútil. El arribo del azul infinito.
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