4.8.23

Chet




La teoría menos verosímil es la de que Chet cayó al vacío en un hotel de yonkis de Amsterdam mientras escalaba su fachada en busca de su trompeta. La argucia circense (una osadía en un cuerpo tan roto como el suyo) era evitar pasar por recepción tras haber sido expulsado del establecimiento por no abonar la cuenta. Extensión de ella, hay otra teoría en la que a Chet, por la traza ruinosa que exhibía, le requirieron en recepción que abonara la estancia por adelantado, lo cual lo irritó al punto de envalentonarse y encaramarse hasta su balcón para precipitarse desde la segunda planta. La más lógica refiere que subió a su habitación a por tabaco y, al comprobar que no tenía la llave y estar abierta la pieza contigua, salió al balcón y trató de alcanzar el suyo. La que jalean los inclinados a alimentar la leyenda es que sencillamente se arrojó desde el balcón. Los negacionistas del suicidio anteponen que esos años por Europa fueron felices. Tocaba en la calle, anónimo y nuevamente agasajado por el entusiasmo. Grababa cuando podía. Volvía a su repertorio clásico y se atrevía a cantar. Su voz seguía emocionando: acariciaba como siempre, sin afectación, apenas subiendo el tono, como si hablara. Hay cientos de ediciones de esas sesiones en vivo. Algunas rutinarias, mal registradas, pero también sinceras, como si empezara otra vez y tuviese veinte años. Murió a los 58. Las personas felices carecen de biografía, escribió Simone de Beauvoir. Chet Baker fue un infeliz. Tocaba para arrimarse un poco de la felicidad de los demás cuando él tocaba. Soy feliz si os veo felices, parecía decir. Esperaba que algo lo deslumbrara para comenzar a desvanecerse en el escenario, de ahí que al final siempre pidiera una silla. Ninguna en particular, cualquiera en la que pudiera mantener el equilibrio, pensar que no estaba allí en pie, conversando con los demás, ofreciéndose. Difuminarse como quien se embravece y fulgura. El hecho de sentarse en sus últimos conciertos le daba la serenidad precisa para no caer de bruces en mitad de una pieza o perder la cabeza y abandonar el escenario para meterse una raya en el camerino. A veces  pienso que cada vez que tocaba se difuminaba, adquiría la condición del fantasma, su bruma sin brújula, su etérea vocación de susurro. Ahí le vemos en esa especie de contemplación de sí mismo. Daba igual qué pieza tocase. Todas eran la misma. Más que el desenlace, conmueve la ridícula manera de clausurar una vida sublime, entregada a la restitución de un don, y, al tiempo, trágica, triste, inconcebiblemente penosa.  

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