30.12.22

Cara de perro o de rana

 



                        Fotografía de la señora con perro: Elliot Erwitt






Fotografía de Ben Webster: William P. Gottlieb


Escuché esta mañana bien temprano que nos parecemos a lo que amamos. Era por el parecido de un señor robusto que paseaba un perro robusto también. Apreciados en detalle, incluso con esmero, se advertía que no sólo compartían tamaño, sino facciones y hasta gestos. Hay quien se parece a sus padres por mera exposición doméstica, antes de que empiece el amor hacia ellos y sin que intermedie la genética y hay quien muta en perro por la querencia al que posee. En el fondo, da igual qué cara tengamos. Uno no puede elegir la bondad de sus rasgos: vienen de fábrica, no se piden. De ahí que se escuche con frecuencia lo de que lo importante es el interior y lo de menos es el aspecto o que no hay que dar a la apariencia más valor del que merece, pero hay quien exhibe la menos congraciable, la apariencia más incómoda, la que con mayor fiereza nos encara y aparta. Se mira en el interior más tarde, se concede esa licencia cuando hemos aceptado todo lo demás. No es necesario agradar, no es exigible, en todo caso. El canon de la belleza no ha sido siempre el mismo, ha ido intercambiando sus patrones según los tiempos o las modas o las dos cosas juntamente como si fuesen la misma y las confundiéramos. Hubo un tiempo en que se prestigiaba la gordura al modo en que ahora se anhela cierta delgadez. Cuánta más carne, más salud. Lo esmirriado, lo flaco, lo enjuto era la representación misma de la enfermedad. Abundan los obesos, estamos echando el cuerpo que no tuvimos. Quizá tenga la culpa el sedentarismo más o menos militante con el que ocupamos el ocio. Al preguntar a mis alumnos sobre lo que lo que habían pedido a los Reyes Magos de Oriente, ninguno nombra una bicicleta o un balón. A lo sumo, un par de ellos habían solicitado un scooter, que es un patinete de los de toda la vida. Los demás consolas de diferentes marcas y precios, cuando no móviles o tabletas de última generación. No sé si un uso continuado o masivo hará que sus facciones pierdan la curvatura connatural a lo humano y se cuadriculen. Lo que se me antoja más razonable es que se les ensanchen los ojos y se les afilen los dedos. Es una sencilla ley natural. El cuerpo evoluciona, lo hace lenta e inexorablemente. Ya tenemos el doble de masa craneal que nuestros ancestros y les hemos superado ampliamente en altura. En no sabemos cuántos años, no muchos, la verdad, no seremos casi nada de lo que somos ahora. Nos pareceremos a lo que amemos, es posible, pero tampoco hay certezas sobre qué será ese objeto amado, si es que el amor todavía es un valor estimable en ese futuro especular con el que me valgo para argumentar mi delirio estético de hoy. Yo mismo, de parecerme a algo, tendría cara de músico de jazz de los cincuenta. De haber sido negro y haber sido parido en Kansas, como Ben Webster, uno de mis saxos tenores favoritos, tendría ese tipo de rostro como de rana a punto de tragarse una mosca.  Creo que  prefiero a Ben antes que a un perro. No tengo ninguna duda de que el amor a un perro puede ser enorme, he visto casos, pero el jazz me consuela como casi ninguna cosa en este mundo. La manera en que las cosas acuden a la cabeza tiene algo de milagro. Parece mentira que se acaben ensamblando algunas, se cree que no puedan prosperar, reclutar palabras que lo difundan, hacer que ejerzan su oficio, prenderlas como si fuesen resina a la que se le aproxima una llama pequeña y alumbra las sombras. 

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