Jean-Auguste-Dominique Ingres - “La gran odalisca” (1814, óleo sobre lienzo, 89 x 162 cm, Museo del Louvre, París)
No he sido un visitante habitual de pinacotecas. No por falta de interés. Entiendo que no fui educado convenientemente. Faltó adiestrar la sensibilidad que no me falta, se precisó una pedagogía del arte. Las veces, menos de las deseadas, en que he pisado un museo, he sentido esa especie de vértigo que proviene del deslumbramiento puro. Tengo amigos que saben de pintura lo suficiente como para adentrarse en la obra y apreciar más hondamente lo observado. La misma hondura que probablemente sí poseo en materia libresca, imagino. Lo que me fascina siempre es la logística de todas las exposiciones, el backstage, la maquinaria puesta en marcha para que el cuadro esté colgado como debe y la atención no sufra ninguna distracción y se pueda penetrar en la pintura. Luego vienen los desalmados que les tiran comida o grumos de burda pintura.
En la fotografía no hay ninguna evidencia de que alguien no ame su trabajo. Lo aman todos, incluso quien inspecciona que el izado sea correcto y los operarios no lo tratan mal. Son esos operarios los que de verdad disfrutan del trabajo que realizan, son ellos los que se esmeran en que nada malogre la belleza carnal de la odalisca de Ingres. Es ella, la odalisca, la que los mira con temor, comprendiendo lo frágil de la situación. El serrallo queda lejos. Como si no desease perder el oficio antiguo que le encomendaron, el de mirar de reojo, un poco sancionando y otro, halagando, a quien le mira el culo, quien la requiere para el dispendio de la carne. Un culo que no acaba de enseñarse, un culo a medio dar, como sancionando también a quien lo anhela y basa su placer en esa visión majestuosamente promiscua. No solo el culo censurado, también la espalda larguísima, demasiada espalda para una mujer de esa época, me parece a mí. Hasta el operario, compinchado con la mujer del burdel árabe, cubre con su cuerpo la rotundidad insinuada y parece advertir a sus dos compañeros que no se entusiasmen si pretenden ver el desnudo frontal, el que se ofrece a la oscuridad del fondo y que ni el propio Ingres pudo registrar.
Luego está la opción opuesta: la del equipo de instalación insensible, de poco o ningún afecto por la belleza que se les ha entregado en pequeña custodia, más preocupados del peso del marco brutal que cobija la tela o del convenio colectivo del sector de operarios de las pinacotecas. A quien cuesta ubicar es al que vigila que todo marche como debe, se le ve feliz, no hay indicio de que esté en tensión, parece confiado en la pericia de los trabajadores, en que no habrá desliz que luego haya que lamentar, en fin, exhibe una felicidad reposada. No dudo que conozca al detalle la forma en que Ingres pintó a la odalisca en cuestión, si era una modela eventual, contratada en el barrio más lascivo del París de la época o, bien al contrario, era una mujer con estudios, encantada de que su cuerpo contribuyera a la sublimación de la belleza, a la mismísima Historia de la Pintura. Sabrá si fue amante del pintor; si la sesión duró una semana entera o varias; si la técnica usada - óleo sobre lienzo - era la idónea o la que estaba de moda; si era un encargo de algún noble caprichoso o engrosaría una colección privada, expuesta en algún reservado de palacio, a beneficio de los íntimos del Emperador (Napoleón entonces) o de alguno de sus protegidos; si la obra tiene influencia italiana o flamenca, no sé lo que digo, ya he referido que no poseo la erudición, no podría ser el inspector, el severo hombre al cargo de que no se coloque en una sala muy fría o demasiado cálida o de que la pared sobre la que reposa no presente humedad o la recorra un desagüe.
Debe ser duro el trabajo hasta merecer ese puesto nobilísimo, el del hombre de la chaqueta, el único - dicho así - con chaqueta y con corbata, cruzadas las manos sobre el vientre, en posición descansada, como el que está recién aliviado de un peso o no sabe qué hacer con ellas y las coloca ahí, por no hacer lo que le gustaría, metérselas en los bolsillos, tocar un mechero para que los nervios no le traicionan o manosear sin que se aprecie las llaves de casa. Debe ser así, supongo, no de otra manera: años de estudio, masters en Historia del Arte, para ver cómo colocan un Ingres. O para colocarlo. Las odaliscas son un vestigio de lo ya desprendido del hoy. O no. Ingres fue un dibujante prodigioso. Sus cuadros semejan la impostura verosímil. Sus desnudos, más que académicos, son tangibles, minuciosos, verdaderos. Parecen exigir algo, que se los premie con la atención o, quién sabe, que los vistamos de pudor y rehusemos regocijarnos. La pintura es un reclamo para que veamos la vida con la atención que se presta a un lienzo. Los de Ingres, agasajados de esa limpia pureza en el trazo y esa obsesivo afán por la perfección formal, pueden parecer ajenos al devenir pictórico de los siglos posteriores, pero Ingres hizo que Dalí, tan loco, tan alejado en apariencia, fuese Dalí. El trazo riguroso y la veracidad de lo retratado fascinan y conmueven: hacen que uno se intrigue por la vivencia de la pintura, por su locuacidad, por prefigurar una realidad, aquí romántica hasta el hueso del pincel, que abarca todas las realidades veladas, las ocultas, las que incitan a ver por debajo de lo comúnmente visto.
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