21.12.22

355/365 Hal 9000





«Detrás de cada hombre vivo hay treinta fantasmas, pues tal es la proporción con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba de los tiempos, unos cien mil millones de seres humanos han transitado por el planeta Tierra. Y es en verdad un número interesante, pues por curiosa coincidencia hay aproximadamente cien mil millones de estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea. Así, por cada hombre que jamás ha vivido, luce una estrella en ese Universo»

Arthur C. Clarke, 2001, una odisea del espacio


Siempre quise ponerme en el pellejo cibernético de HAL 9000, el ordenador al cargo de Discovery, la nave de 2001, una odisea del espacio. El interés es meramente narrativo. Me fascina que no le afecte el azar. También que su propósito esté por encima de cualquier otra consideración. En cierto modo, todas las máquinas lo hacen. La diferencia es que una lavadora no piensa: cumple un programa, toda ella está fabricada para obedecer un patrón. HAL 9000 se desquicia cuando su cometido se ve amenazado. Es entonces cuando se humaniza. Procede como el enfermo imaginario de Moliere: finge una avería. Lo que busca es eliminar a la tripulación en la toma de decisiones de la nave, permitir que únicamente ella decida y elija el procedimiento idóneo para culminar la misión que se le ha encomendado. La lavadora ha optado por prescindir de la toma de decisiones de quien arroja ropa al tambor. Hay un motín a bordo. La tripulación decide apagar a HAL 9000, pero tienen que andarse con cuidado: no entra en ninguna de sus eventuales incidencias que alguien la desconecte, por lo que el cerebro (diré que ya no tan frío, ni tan calculador, rebajado de su primeriza vocación cartesiana, expuesto a la fiebre y a la venganza) planea eliminar a Bowman y a Poole, los astronautas al tanto de las maquinaciones (de verdad que es la primera palabra que me ha venido) de HAL. Como un conjurado en una trama de Shakespeare, el ordenador procede a deshacerse de todos las contingencias. Empieza con Poole. La máquina sabe que Bowman es el enemigo. Tendrá que disuadirlo, dar con las razones, tratar al astronauta de tú a tú. Si lo apagan, no podrá acabar el trabajo. Si no acaba el trabajo, su existencia no habrá tenido sentido. No hay dilema moral en hacer el mal (exterminar al hombre), pero la súbita conciencia que le ha sobrevenido le fuerza a salvaguardarse, a durar, a no desaparecer. Su voz es tan suave que podría convencer a cualquiera de cualquier cosa, pero no logró su objetivo. Todo se va degradando, se difumina, adquiere la consistencia de la niebla. No sé cómo se muere una máquina. Tampoco un hombre. En los últimos momentos, cuando no hay flujo de datos, HAL 9000 canta Daisy Bell. una de las primeras cosas que aprendió. Cuando la escucho, me parece estar delante de un niño pequeño. También pienso en Zaratustra, en Strauss, en el espacio exterior, en lo insondable, en Dios, en la posibilidad de que la inteligencia artificial se conmueva cuando escuche un aria de Mozart. Todos somos fantasmas, todos tenemos fantasmas dentro, contaba Clarke. También tenemos una estrella. Las máquinas del futuro escribirán endecasílabos. No sé qué aliento les insuflará el numen. 

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