El cielo tiene un efecto balsámico. No me refiero a la restitución limpia de un bienestar teológico. Este el cielo de las metáforas y a él elevamos a veces el relato que uno se va haciendo de la vida. Creo yo que el rezo tiene, en sus adentros, una mecánica narrativa parecida. A diferencia de quien cree estar siendo escuchado, mis plegarias al cielo son enteramente endogámicas. Acudo al escenario y escojo un objeto que me fascine por una u otra causa. Luego afino la sensibilidad, si es que alguna queda por ahí adentro, me relajo en lo que puedo y pienso en cosas maravillosas que me confortan completamente. Se trata en el fondo de que uno posea un instrumento útil con el que procurarse confort. Si sostiene que ahí en lo alto hay quien escucha o si descree de oyentes invisibles y se conforma con la posibilidad de que bastante es que sea uno mismo quien escuche. Nos tiramos toda la vida sin hablar con nosotros mismos. Escribir, en el fondo, es aclarar esa turbia indisposición lingüística. Leer, en cierto sentido, es entablar un diálogo con el yo que hubiésemos querido ser y que otros, más lúcidos o menos tímidos, hicieron por nosotros. La literatura, extendiendo este hilo de las cosas, es una especie de religión. Una que no estabula sus mandamientos o una que no exige ningún sacrificio a quien la ejerce. Se busca el bálsamo en donde se puede. En la literatura. En los evangelios. En el jazz del delta. En el trabajo. Amanece el cielo hoy con colmo gesto de lluvia. Será un día hermoso.
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