Louis Armstrong solía decir que la marihuana era la borrachera barata, la medicina de los pobres y de los negros, una cosa agradable desde que empieza hasta que acaba. Sin fumarse un porro, Satchmo tocaba como un ángel. Embriagado, Satchmo tocaba como un ángel también. Uno ebrio, claro, el ángel tóxico que jamás dejó de fumar marihuana y que no perdió la oportunidad de introducir en su vicio a otros insignes del show business de la época como Bing Crosby o como Bob Hope. No se arrimó a drogas más duras. Solo marihuana. Armstrong no necesitaba colocarse para expandir la sonoridad de su trompeta. La expandía sin narcóticos fuertes. En la foto, cuyo autor no he logrado encontrar, se ve a un Armstrong reposado. Es una especie de Armstrong inverso. Como si los efectos del cannabis le calmaran y le borraran de cuajo la alegría ante los flashes de las cámaras. Aquí no sonríe. Parece pensar muy a lo hondo en lo que ha vivido, en el sufrimiento del pueblo negro, en la humillación sufrida por su raza, en la dignidad arrebatada, en el odio de los hermanos. Como si al fumar de pronto se pensara a sí mismo y razonara su esencia y su lugar en el mundo. Uno elige sus obsesiones, las mima, las gobierna en lo que puede y se afina en el oficio de amarlas casi por encima de todas las cosas, pero hay obsesiones que cierran la razón. No sabemos qué podría haber hecho Charlie Parker de no haberse despeñado en la heroína. De Chet Baker, otro ilustre drogata, el jazz tiene cientos, sí sabemos a qué cimas llegó. Se perdió en grabaciones subalternas, en conciertos de calidad ínfima, en donde desafinaba o se dedicaba a insultar a sus sidemen en el escenario. No llegó a cumplir sesenta, una edad muy avanzada si se piensa cómo trató a su cuerpo, con qué saña lo castigó. Una madrugada de mayo de 1988 se partió la cabeza con un bolardo de la acera al caer desde la terraza de una habitación de hotel de yonkis en Amsterdam. Seguía dando conciertos, pero no era el Chet Baker de los cincuenta: no tenía la afinación de entonces, no tenía nada de lo de entonces. Literalmente era otro. Tocaba para adquirir heroína y cocaína. Apenas comía. Su degradación fue lenta como cualquiera de sus baladas. Nada de eso padeció Satchmo. No tardó como Charlie Parker tres días enteros en morirse, comido de dolores, acuchillado por la fiebre y por el mono. Armstrong tocó hasta que ya no entró aire en sus pulmones. Sus últimos conciertos fueron patrocinados por el gobierno de su país. Ambassador Satch, le llamaron al final de sus días. El embajador del jazz y de la sonrisa perenne. Fascina que no la exhiba en la fotografía usada para el texto. Eso hace que las otras valgan infinitamente más. Tal vez fuese ese rostro el habitual: serio, adusto, triste también. Un ataque al corazón, poco antes de cumplir los setenta, lo retiró de los escenarios. El mismo ataque que años antes le privó (solo un poco, imagino) de su marihuana. Nada que mermara su talento ni su estajanovismo jazzístico. Baker se fue apagando entre mil dolores, acuciado por las deudas
Louis Armstrong no era un niño bonito al modo en que lo era Chet Baker, pero los dos vivieron peligrosamente y algo de ese vértigo late en el jazz que hicieron. Louis fue chico de los recados en los burdeles de New Orleans y se casó con una prostituta. Luego fue proxeneta y vio al Papa en Roma y se ganó la categoría de mito de la música popular del siglo XX con su voz estropajosa y su trompeta bendecida por todos los dioses del olimpo o del delta del Mississippi. Chet nació en una granja y recibió de su padre la afición por tocar un instrumento. La guitarra primitiva derivó al trombón y luego ya definitivamente a los pistones de la trompeta. En 1954 fue elegido como el mejor trompetista del jazz, por delante de Miles Davis y de Louis Armstrong. En 1.955, en Italia, es acusado de traficar con droga. En San Francisco, diez años después, pierde los dientes en una brutal paliza. Si a un pianista le machacas los dedos se puede dedicar a dar conferencias o a vender enciclopedias puerta a puerta, pero a un trompetista no le puedes reventar la boca porque entonces no emboca bien la boquilla y el sonido no fluye, aunque el cerebro de Chet tuviera perfecta noción de cómo debía tocar para procurar el asombro, la fascinación y, en último término, la belleza. La historia cuenta que jugaba el niño Chet Baker con unos amigos cuando uno de ellos lanzó una piedra a una farola con la mala fortuna de que, al rebotar, le dio en la boca y le partió un diente. No se puede tocar la trompeta si te falta uno: el flujo de aire no es el adecuado. Ese accidente no le echó abajo. Hasta pasó de colocarse un diente postizo que paliaba el problema. Fue ese hueco dental el que le hizo desarrollar un sonido personal, que fue reformando en adelante, adaptándolo a las circunstancias, modificando su forma de tocar y no se apreciase más de la cuenta que la boca le dolía más que su propia alma.
Como Louis Armstrong y tal vez por parecidas razones, Chet Baker estuvo en la cárcel. Ahora los teletipos abonan el morbo del respetable público con candorosas historias de muñequitas siliconadas a lo Paris Hilton, pero duele infinitamente más ver a Baker entre rejas, comprobar que el genio y el talento, la indivisible ración de maestría que le fue generosamente entregada por el numen y el trabajo incansable estaba a la sombra, ninguneada, convertida en un parodia de lo que fue. A Louis lo que de verdad le gustaba era fumarse sus canutitos antes de pisar el escenario y tocar What did I do to be so black and blue. Chet prefería recorrer la Riviera francesa en un Alfa Romeo descapotable con alguna rubia de curvas generosas que le metiera mano en el hotel mientras él buscaba en la maleta su dosis diaria de gloria tóxica. Fue el niño bonito de las mil novias. Todas caían rendidas. Más tarde (todo lo importante sucede siempre más tarde) en otro lugar alguien lo tiraba desde una ventana. O muy probablemente acabase tirándose él mismo. Se había intentado suicidar varias veces. Su autobiografía se llama Como si tuviera alas (Barcelona, Mondadori, 1999). Louis no murió en circunstancias tan trágicas. Vivió mejor que Chet la última parte de su vida. Su música era menos patética, menos inclinada al fatalismo. De hecho mucha gente que no ha hurgado en su legado musical tan sólo lo conoce por su cara bonachona, su cuerpo redondo, la voz ronca y What a wonderful world, esa pieza que te hace sentir alegre nada más empezar a sonar. Antes de que Louis nos dejase, vio al Papa. La anécdota es lo suficientemente conocida. Justo antes de que el Papa, en cacareada audiencia, recibiese a Armstrong, el músico tuvo un serio problema intestinal. Quienes lo conocían sabían que eso contrariaba sobremanera al trompetista. No habiendo podido evacuar como solía, Louis confesó que no estaba en condiciones de ver al Papa y portarse como debía. Pensó que una buena pipa de marihuana, a la que era muy adicto, podía liberar el stress del momento, relajar las paredes intestinales y que la naturaleza obrara, nunca mejor dicho, como debía. Louis Armstrong se encargó de contar en numerosas entrevistas que el Papa Pío XII le preguntó si él y su amada Lil tenían hijos a lo que Louis, con esa sonrisa infinita y esos tics universales, contestó que no, pero que "lo pasaban muy bien intentándolo". El atracón de hierba hizo sus efectos y nada más terminar la conversación con su Santidad, Armstrong sintió un dolor imposible de soportar que le anunciaba, traumáticamente, que debía buscar un excusado en donde liberarse de la opresión que le martirizaba. Al salir le dijo a su mujer:" Ven, Li, ¿ sabes cómo son los w.c. del Papa? Tienen columnas....". No sé conoce que Chet Baker se manejara con ese humor. Sus fotografías muestran al niño bonito, al ídolo de la voz dulce y frágil, el del fraseo melódico, el del poeta del jazz. Las de Armstrong son casi siempre una celebración de la alegría. La contagian al igual que su música.
Hoy alguien me preguntó si todos los grandes solistas del jazz eran toxicómanos. Le he respondido muy vagamente. De los grandes genios del jazz o de la literatura o de cualquier otra disciplinas de las artes tenemos siempre una percepción fantasma. No existen. No son tangibles. Están en sus libros o en sus discos o en las memorables actuaciones en un film, pero no sabemos nada o casi nada de qué hicieron en vida, a qué dedicaban (como cantaba otro) el tiempo libre. Cuando mueren se nos coge un nudo en la garganta y agradecemos, ahí adentro, donde quiera que esté el alma, los favores recibidos, el esfuerzo por deleitarnos, por hacernos felices. El arte tiene ese cometido por encima de todos los demás: hacer felices a quienes lo observan o lo producen. No he encontrado una pieza en la que toquen juntos.
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