Para Antonio Rivero Taravillo, que me dio alegre pie
El más dulce abrazo que el corazón guarda para sí, cuidado de afrentas, hecho loco temblor en la coraza del pecho, me pide que lo mire y lo ciña entre mis dedos como el que acaricia un peso muerto y cree darle calor con el tacto de la seda del cariño.
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Lo diré de nuevo y lo proclamaré bien alto para que ni el mismo tiempo lo arruine con su veneno lento del que no sé nada: te amo, amo tu voz repetida, tu canto limpio, la llama trémula que en el aire trenza un estremecido amargor de palabras que no nos hemos dicho y que, envaradas, tentadas por el olvido, pronuncian para siempre nuestro caminar juntos hacia el roto del mar en el horizonte.
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El gran dios Pan, con su cuerpo sin oficio, jugueteando en el fluir melancólico del río, no tiene con qué convertir el agua en música, el aire en eco, el fuego en sangre.
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Seré luz pálida, transfigurada y etérea, brizna de un fulgor que apenas se entrevé en el brocal del tiempo. Me llamarán, no oiré, dejaré que insistan. Ni un solo cabello mío tuve un hombre propiedad hasta este momento en que te ofrezco puro, como antaño, cuando la primavera era solo amor y mi voz, en su fiebre, pulso del cielo, semilla de un presagio.
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