A Rafael y a Antonio Flores
Recuerdo un escaparate de una tienda de electrodomésticos en la que se exhibía con la opulencia de lo prohibido un equipo de música que podría haber sido este. La memoria es débil y no da con la marca, pero tendría este aspecto. Era cuanto mi humilde bolsillo anhelaba. Al ser un lugar de paso, una amiga vivía en esa misma acera, me detenía y ocupaba mi entera atención en imaginar cómo sonaría. Soñaba con tener con qué pagarlo. Ni se me ocurría que ese milagro ocurriera en breve. El precio sería prohibitivo. Me conformaba con apostarme frente a él y dejar que el arrobo puro de la belleza suprimiera la realidad circundante. Recuerdo el equipo de un amigo (hablo de 1980) y el milagro inmediato que se produjo cuando puso un disco de Supertramp (Paris) en el giradiscos. Constaba de un imponente amplificador Technics, unos baffles Vieta y una pletina Philips que grababa con pasmosa perfección en convenientes cintas de dióxido de cromo. He olvidado la marca del plato. Hasta eso lamento. Querría que la memoria no flaquease en asuntos de esta trascendencia. Ahí debió surgir la parte de melómano que uno tuviera adentro. Ahí descubrí a Queen (Live Killers), a Genesis (Nursery Cryme), a The Alan Parsons Project (I robot), a Jethro Tull (Minstrel in the gallery), a la ELO (Discovery)o a Dire Straits (Communiqué). Cito sin error los discos que escuchaba con perplejo amor en esa bendita casa.
Más adelante, mis padres me contentaron con un Sony que engolosinó mi adolescencia audiófila. No era ninguna excelencia, pero cumplía con creces. Me deshice de él cuando pude agenciarme otro equipo de más tronío (Kenwood, Luxman, JBL) Como el oído no cesa de exigir, lo acabé reemplazando por otro que contentaba con más entera eficacia mi desatino. Me temo que no hay un final. A mis años, sigo buscando el equipo de mis sueños. Tal vez debió ser el del escaparate. Debió ser el primer amor, el inasequible, el que no se alcanza y al que uno acude cuando la realidad te sacude como suele y los recuerdos se convierten en el único asidero fiable. No hace mucho cambié de amplificador y de reproductor de CD (Marantz, Denon). Continúan al pie del cañón mis incansables Bowers and Wilkins. Tienen casi 30 años y no han dejado de rendir como el primer día. Hay matices por descubrir, piezas que contienen detalles que no se apreciaban, voces que de pronto suenan como si jamás las hubieses escuchado. Es un vicio que decrece conforme la edad resta audición. Se le cree inalterable, como si dependiera enteramente de nuestra golosa voluntad, pero la desoye, nunca mejor dicho, malogra ese anhelo de algo restituido con pulcritud. Tampoco hay que razonar la fe, no se le asigna nada que pueda ser mesurado, convertido en premisa, ocupado por la lógica.
El amor a la alta fidelidad tampoco depende de que en casa se tenga un equipo espléndido o uno de más corto desempeño. Se ama sin objeto a veces. Por mera responsabilidad del espíritu. Por cualquier cosa que irrumpa y no se deteriore en el trasegar de los años. Ya no hay escaparates con aparatos de alta gama, ni de baja, razono. Hoy se escucha todo con diminutos cascos o en altavoces ambulantes. Se compra todo por catálogo. Ni siquiera importa la calidad, sino la comparecencia de un objeto que reproduzca la música, sin exigir que fascine, sin toda esa lujuria de la excelencia.
La nostalgia es un recurso amable para quienes tuvimos el gozo de probar cómo sonaban, si las partes casaban o si algo no cuadraba. El veneno está ya en el torrente sanguíneo. Una vez uno aprecia la pureza de la música (que suene como si no hubiera algo que la restituye, como si estuviese interpretada sin intermediación electrónica) ya no hay regreso, todo es placer, todo suena exacto. Tenía que haber musicalidad, bajos nítidos, agudos sin colorear, voces limpias de encajonamiento, una escena sonora y un realismo tímbrico claros: naturalidad sonora, en suma. Todavía me embobo viendo electrónicas que no tendré. Hay un límite pecuniario que fija el límite audiófilo. Queda la satisfacción de la música, que se sostiene imperecederamente, que colma el ansia de belleza y de felicidad.
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