Habré escuchado mil veces la Rapsodia Bohemia. No ha habido momento feliz en mi vida en que no haya pensado en ella y buscarla hasta que me ha saciado como suele. En los infelices, cuando los hubo, ese bálsamo es si cabe mayor. No sé entenderme sin ella. Más que una canción de seis minutos, es mi vida entera o, al menos, una parte considerable de mi vida. Tiene el mismo empastado espiritual de la fe. Carece del reparo o del cansancio de otros arrimos que uno se procura sin desmayo. Al escucharla, a veces siento que me sorprende como si fuese la primera vez. Rasgó la memoria por encontrar cuándo sucedió ese deslumbramiento novicio, pero marro, no doy con una fecha, con un lugar. Me esmero en balde. Tampoco esa orfandad lastima mi voluntad de que permanezca y prosiga su acopio infatigable de placer. No tiene ni estribillo, ahora que lo pienso. Como nunca me he atrevido a cantarla, puedo prescindir de esa anomalía. No sé si a estas alturas entro en trance como antaño. Imagino que es otra cosa, no un trance, no una sacudida o un temblor largo o una descomposición generalizada de cualquier cosa que yo use para demostrar que estoy vivo. En cierto modo, se aprecia que uno lo está cuando se estremece o cuando le devasta el dolor. Todo lo demás es una continuidad un poco mecánica y susceptible de no prestarle más atención de la cuenta. A la Rapsodia Bohemia le debo, más que otra cosa, gratitud. Me ha salvado cuando se precisaba. Me ha confortado cuando se precisaba. No me importa carecer por completo de originalidad. Es una de las canciones más escuchadas en la historia del rock. De ella tengo un sentido de propiedad absoluto. Esta ópera de seis minutos es la osadía hecha canción. La introducción a piano da paso a una balada que preludia un solo de guitarra. Luego está el intermedio operístico majestuoso y la eclosión de una arrebatador segmento en la línea del hard rock más puro. La coda dulcifica el vigor y conduce a un sutilísimo cierre en el que la voz de Freddie Mercury se atempera hasta que el gong da el cierre a la obra. En ocasiones me he entretenido en encontrar sentido a la letra, pero he desistido siempre. No tengo interés. Entiendo que podría prescindir de cualquier significado y quedarme únicamente en que no es una canción alegre, pero su dramatismo (ese fatalismo que la impregna de principio a fin) me hace sentir bien. Igual que a los lectores de la revista Rolling Stone (la declararon la mejor del siglo XX) o que todos los usuarios de plataformas de streaming (en 2018 fue elegida como la canción más veces reproducida, más de 1.600 millones de veces). Detrás está Queen, una de mis bandas favoritas, pero sobre todo está Freddie Mercury. Una de las veces que más me emocionó escucharla fue cuando mis amigos y compañeros la tomaron como fondo para despedirme del colegio en el que trabajé 26 años. Iban pasando fotos y la canción las acompañaba. Eso vale más que cualquier fría estadística
Vi a Queen en directo en agosto de 1986. Pude escucharla como nunca antes y como nunca podría después. En la parte operativa, en el coro de voces ensambladas como Dios ensambla su coro de ángeles, la banda desapareció del escenario y un juego de luces bailó al compás del aria central. Cuando finalizó, una pirotecnia trajo de vuelta a Brian, a John, a Roger y a Freddie. En lo alto del piano que cierra la pieza había vasos de cerveza. Poco tiempo después Freddie Mercury enfermaba. Un día antes de fallecer anunció que tenía SIDA. Nada que objetar a la vida que llevó, quién podría hacer eso. Era Freddie Mercury cuando estaba delante de una multitud en un estadio. Nadie hizo ese oficio como él. No hay quien se haya arrogado ese papel de oficiante de una liturgia en la que la feligresía rinde adoración a quien la guía por los senderos de la felicidad. En la parte privada, cuando no tenía público, era una persona sencilla, tímida incluso. Bastaba animarse, determinar que la fiesta debía empezar. Las suyas fueron antológicas: se erigía como bacante y desempeñaba con desparpajo el recado de ser Baco durante los días que duraran. Faltaba en ellas Cayo Valerio Catulo para que se rubricara la magnificencia de todo aquel despendole orgiástico. Alcohol, drogas, sexo. Tal vez todo era un simulacro, una representación teatral, un dispendio de la lujuria de la que se sabe de antemano que pasará factura. Ninguna de esas poco conmovedoras atribuciones de su ingenio lúdico resta un ápice a la mayor de ellas: su dedicación absoluta a hacer de sí mismo, a cantar como nadie lo hizo en el siglo XX en el que vivió. Fue el más grande showman del circo del rock. Al acabar el espectáculo del concierto benéfico de 1985 Live Aid en Wembley, el más recordado de todos, dijo al público un lacónico "fuck you", "que os jodan". No era otra cosa que la intimidad de un mesías deslenguado con su parroquia de fieles. Esos 20 minutos de la banda han sido declarados el mejor actuación de todos los tiempos. Los dos minutos en los que Freddie se dedica a espolear a los 72.000 espectadores del estadio haciendo que jalee y repita sus gorgoritos y sus atrevidos cánticos a capella son la evidencia de un carisma único. Tocaron un fragmento de la Rapsodia, Radio Ga Ga, Hammer to fall, Crazy little thing called love y enlazadas, como siempre, We will rock you y We are the champions. Freddie Mercury era todo arrogancia, chulería, pose, pero todo lo ejecutaba con la naturalidad de quien no está en ningún otro sitio que sobre su escenario. La palabra divo es la más adecuada: uno sin impostar, como hecho así, sin que intermedie impostura ni la extravagancia caiga en el ridículo. La masa es ciega y se entrega al éxtasis de quien le haga brotar una brizna de luz. Él tenía la virtud de detener el tiempo cuando abría la boca y cantaba. Cuando supe que había muerto. No fue un llanto desmadrado, de los que encogen el alma y rompen por dentro. Era alguien cercano quien se había ido. Como un amigo. Creo que no he vertido ni una sola lágrima por nadie a quien no haya conocido en persona y a quien haya abrazado o besado (se me da bien eso) o compartido una cerveza en una barra o una confidencia en un paseo. Ahora estoy escuchando la Rapsodia Bohemia. Será la última vez en este año, quién sabe. Me he abierto una cerveza.
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