Yo creo que no hay mejor sitio en el mundo para escribir una novela triste que un balneario para tuberculosos. La montaña mágica, la imponente obra de Mann, no habla de la tristeza; ni siquiera es un argumento secundario de entre los muchos que la cruzan. Lo que cuenta es la historia de la lentitud. También es un monumento al aburrimiento. No porque la novela sea aburrida, a pesar de que algunos tramos incomoden, deseemos que corran más aprisa, sino porque hace un estudio pormenorizado del tedio, que atenaza a todos los personajes, impregnando sus conversaciones. Sobran muchas de las que larga Settembrini, un vividor, un filósofo, un hombre de su tiempo y un coñazo, según uno soporte sus digresiones. Imagino que no hay personajes como los de Mann en la vida real, en la de las calles, en la de las terrazas de mi pueblo. Siempre pensé que la verdadera vida estaba en las novelas de los grandes escritores. De pequeño recuerdo que me llamaba la atención lo bien que hablaban los personajes de las películas. Las suyas eran conversaciones que yo jamás escuchaba en casa o en la escuela, conversaciones de una profundidad enorme. Sigue pareciéndome asombroso que los personajes de la literatura que me gusta no existan en la vida real. Incluso pienso que deberían no existir: que vivan en los libros, que ahí resida toda la elocuencia. No creo que la literatura sea la vida, pero es lo más parecido a ella. A veces hasta la emula. Todavía sigue esa fascinación, perdura la idea de que un personaje secundario de una película italiana de los cincuenta es capaz de formular oraciones que yo no sabría. En Deadwood, la imponente serie de la HBO sobre el nacimiento del Oeste americano, entre otros asuntos de más hondo calado, los personajes hablan como si les insuflara el mismísimo Shakespeare una brizna de su genialidad. Lejos de que me parezca impostado o falso, mi asombro acepta ese exceso: lo celebra. Y el caso es que los escucha uno con absoluto asentimiento. No hay renuencia, no existe nada que pueda parecerse a un rechazo o una incomodidad. Gusta que los demás hablen bien. Se enreda la cabeza en la bondad de las palabras, se engolosina con los adjetivos o con esa especie de subordinación hipotáctica, de recorrido largo, que sabes dónde empieza y abres la boca mucho, por puro regocijo, cuando adviertes dónde ha acabado. Pensé en las novelas tristes hoy, nada más levantarme. Uno es así de raro. Será porque es una semana rara, pausada en ratos, estresada en otros, que tiene días de laburo y de ocio salpicados, entremezclados. El de ayer (con la derrota cantada, yo la canté, de España en el Mundial de Qatar) fue un día deliciosamente previsible, también caótico. Los adjetivos se congregan sin que uno sepa el motivo. Tienen esa virtud de la que no tenemos propiedad alguna. Es curioso: jamás usaría en la calle, en una conversación con un amigo, el adverbio deliciosamente matrimoniado con el adjetivo caótico. Sin embargo, una vez escrito, me agrada. Amamos la literatura porque amamos el lenguaje. Estamos prendados de que exista. No lo manifestamos, no vamos por ahí diciendo que amamos la lengua que usamos, pero es la verdad. Que miércoles vaya bien.
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