Tipos como Harvey Keitel y Christopher Walken están en el límite, justo en el límite. Y están ahí fuera sin red. Sus vidas reflejan la dificultad del viaje a través de la vida, la dificultad de vivir sin pecado. Estos hombres sufren, están atormentados. Sus vidas son un vacío.
(Abel Ferrara)
Siempre pensé que éste era el director maldito. El cineasta que podía escribir sobre el pecado y sobre la sórdida experiencia de la vida. El descarriado. Un hombre excesivo con un don y un púlpito para feligreses afines. Irregular y ensimismado, beligerante, huidizo de cuanto sea plano y cerrado, Abel Ferrara es una anomalía feliz en la industria del cine. Va a su antojadiza bola con sobrado talento, aunque desbarre y dé a veces esa sensación de bucle y hartazgo cuando recrea el mismo cuento y se emperra en vestirlo como si fuese un cuento nuevo. Como una especie de Tom Waits con una cámara. Como un Lynch, un Terry Gillian con ínfulas de profeta o un Cronenberg menos pagado de sí pero con su sustancia católica, con su biblia siempre a cuestas. También un Peckinpah de matriz urbana. una especie de poeta de la violencia que, a diferencia de Tarantino, privilegiaba la imagen sobre la palabra, lo sordido a secas sobre lo metalingüístico. Antes de firmar El teniente corrupto, obra clave en mi obsesión ferrariana, filmó algunos capítulos de Miami Vice, pero el formato de la televisión estrangulaba su instinto y no permitía piruetas morales ni atrevidas caligrafías de su retorcida mente. En el fondo las historias de Ferrara siempre son de amor, pero como buen fracasado las impregna de pérdida y de angustia y rara vez consiente algún tipo de concesión a la belleza pura, sin ambages ni puertas falsas. El policía católico que interpreta Harvey Keitel en Teniente corrupto es el Abel Ferrara que más me gusta: el autor obcecado en consolidar su fe a través de experiencias extremas y lugares propicios para el fracaso o para la redención. Se trataría, al fin y al cabo, de llegar a cierto estado de pureza a través de la expiación de la culpa y del pecado o a través del más obsceno exhibicionismo físico y moral. En estos términos Ferrara es un autor modélico, cartesiano en su alambique, uno que cuenta una única y cautivadora historia, aunque la someta a un cuerpo narrativo distinto en cada una de sus películas. Da igual que hable de vampiros modernos (The addiction) o de exvotos de la fe (Mary), de mafiosos (El funeral) o de parias del mundo (New Rose Hotel). Ferrara films con realismo descarnado el ingreso paulatino en el infierno: no un descenso brusco, ni una de esas adicciones que fomentan las drogas (tan de su espíritu): es el mal concebido como un destino. El propio policía de Teniente corrupto no se cree un mal tipo, a pesar de su desquicio, del sexo animal, de la ingesta de cualquier sustancia que lo anestesie o lo pervierta aún más o lo erija en una especie de dios pequeñito y solitario que imparte su doctrinario salvaje en el nombre de la redención o de la condenación. El cielo al que aspira secretamente el protagonista (tantos suyos, él mismo también) es un infierno o se puede contar a la reversa sin que se rebaje la naturaleza mudable de esas dos instancias inefables. El Ferrara que adoro es el retratista de ese pedazo de gloria a la que cada uno aspira y a la que se arrima con su Osita y su vértigo, con su verdad y su engaño. Al final, es todo su cine una biografía del cuerpo: una glosa lírica y sucia, un desahogo lúbrico, espiritual, enfermizo y probablemente más humano de lo que las imágenes muestran.
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