Fotografía: Valentín Vega
La consigna tácita era derrotar al frío. Ya puestos, en esa inercia combativa, entraba el hambre. Los soldados, involuntarios y ajenos a la guerra que cubrían, crecieron con la firme voluntad de no regresar jamás al campo de batalla. Los mayores con los que he hablado relatan con desapasionamiento la crudeza de los días. Citan con frecuencia el mendrugo de pan con manteca o las gachas y terminan siempre en la cartilla de racionamiento. No es que fueran malos tiempos, dicen: sólo que no comíamos, ni entrábamos en calor en el invierno crudo. En todo lo demás, recuerdan la bondad del juego, la fortaleza de los lazos que se creaban alrededor de esa crianza tristísima, de poco o ningún alivio, en la que la radio (quien la tuviera) amenizaba los días y amansaba las noches. Quienes no hemos vivido eso, los que nacimos a lomos del progreso, bien izados a su grupa, en el deseo de auparnos más arriba, en los hombros mismos, carecemos de la perspectiva adecuada: no es posible que podamos entender, no hay manera de que sintamos el frío o el hambre o la ilusión de que habrá días mejores. Los de ahora, estos días de google y de hamburguesas, tendrán otros agujeros, se entenebrecerán por otros asuntos, pero ninguno es como aquéllos. De entrada hemos perdido la humanidad del juego, esa sensación de fraternidad con la que se jugaba entonces. Y no hace falta echar la vista tan atrás: basta fijarla en la vida cuando las nuevas tecnologías todavía no habían hecho su brutal acto de presencia. Los niños de la fotografía exhiben la alegría que no corrobora enteramente el decorado que les circunda. Parece que no les duele nada, semejan vivir en un permanente estado de alborozo en el que, a falta de distracciones mayores y de más enjundia, se conformaban con pasear o con azuzar perros o esconderse a ver quién es el chulo que les encuentra. Yo creo haber vivido un poco esa licenciosa existencia, haberme entregado en cuerpo y alma a perderme y pensar que no daban conmigo; haber dado la vida con tal de que la canica entrase en el hoyo; haber pasado mañanas enteras de sábado con las manos en los bolsillos, sentado en un banco de un parque, deseando únicamente que no lloviera; haber regresado a casa con un siete en la pernera del pantalón o un roto inapelable en la punta del zapato por el atrevimiento de confundir una piedra con una pelota; haber intercambiado cromos de la liga de fútbol y brincar, en serio que se brincaba, cuando conseguías la estampa de Gárate o el de Leivinha. Yo, entonces, era del Atlético. Me perdonarán los forofos de toda la vida que cambiara los colores. Mis tiempos fueron ésos, pero seguro que el amable lector pondrá otros jugadores y pensará en otros motivos. Ya no está ese fervor por la rutina, la bendita rutina de hacer siempre las mismas adorables cosas con los mismos entregados compinches. Porque la amistad, si se esmeraba uno en ella, era un asunto de pactos y de secretos, de entregas y de renuncias. La épica consistía en tener en casa la satisfacción de que la verdadera vida estaba en la plaza o en un callejón en donde se congregaban los gatos o en una explanada que permitía echar un partido, uno pequeño, sin árbitro ni excesivo entusiasmo en el resultado, pero maravilloso y trascendente.
Luego estaba la inminencia de que algo extraordinario estaba a punto de suceder. No sé si la chiquillería de ahora razona estas cosas, si presiente esa anomalía formidable de vivir algo por primera vez o de que harás cosas que nunca había hecho antes. La conmoción de la novedad ha desaparecido porque todo está catalogado y en stock. Porque lo tienen todo. Si precisas algo, es cuestión de tiempo (no mucho a veces, la verdad) que lo consigas. Hay incluso más cosas ofrecidas que cosas pensadas. No somos capaces de procesar la oferta masiva de atracciones. Las de antes, no menores, sino infinitamente menores, tenían la calidad ética que muchas veces éstas de hoy no poseen. Se manejaba uno con poco y se las apañaba para que esa minucia maravillosa contuviese el mundo entero en su interior. Y más atrás, en los tiempos del hambre y del frío, los que yo no viví, se contentaban con menos aún. Sentían que todo era un privilegio, una especie de regalo. Ni siquiera tenían el refugio de la lectura. Los libros, los que existían, no estaban al alcance y, de haberlos, no eran fáciles de adquirir ni, en ocasiones, apropiados para que el despertar del ingenio lector se instalase de un modo indeleble, creciente, insobornable. No hacían falta, los libros. El sucedáneo era la calle, el simulacro de ficción no era preciso porque toda la ficción posible estaba en las aceras, en las plazoletas, en el campo para quien pudiera acercarse a él. Todo lo que nos hace sentirnos especiales cuando entramos en la literatura estaba a mano en la calle. Hoy, salvo quien todavía sabe qué milagros alberga y qué felicidad procura, no se vive la calle. Les decimos a los hijos que vuelvan pronto, se la demoniza, se la convierte en un campo minado para la adversidad, cuando es la mejor escuela. Sucede que se la suple en casa: se buscan los sustitutos óptimos, los que hacen que no haga falta vestirse, salir, intervenir en el correr aleatorio de las cosas y modificar el curso de su existencia. Lo hacemos, sí, intervenimos en ese correr, modificamos ese curso, pero en videojuegos, que no son malos en sí mismos. Las redes sociales, a su modo, también contribuyen a que nos encapsulemos. Se vive bien sin que nos amenace el frío, ni el hambre. En facebook, en twitter, en todos esos émulos de la vida a los que, no se salva casi nadie, nos entregamos con fruición, en la consideración de que sabemos frenarlos o de que obedecen a nuestros deseos. Ya se sabe que no es así y de que va camino de que sea aún peor.
Todo se olvida rápido o no se llega ni siquiera a entender para que de pronto nos demos cuenta de que ya lo hemos olvidado. Lo que permanece y se le concede la diligencia más exquisita en su relato merece la mayor de las atenciones. Por eso nunca desoigo a los abuelos cuando cuenta las batallitas del glorioso o del penoso pasado. Escucho cómo se aplican en dar una pátina de humor a lo contado. Citan nombres enteros de amigos que hace sesenta años que no ven, conversan sin desmayo sobre las desventuras que sufrieron y, antes de acabar, piden a quien escuche (alguien habrá, dice el más descreído de ellos) que no vuelvan esos tiempos. Que estos, siendo malos, se sobrellevan bien. Que hay hambre y hay frío, sostienen, pero no es ese hambre, ni es ese frío. A todos nos coge la lluvia a cubierto o a la intemperie. Nosotros vivimos en un mundo en donde yo puedo levantarme, prepararme el café, sentarme en el ordenador y contar una parte del mundo que no viví, pero hay quien no ha podido llegar a viejo y dejar caer, a título narrativo, sin pretensiones heroicas, lo que presenció, toda esa crudeza con la que se crió y que le hizo, a estas alturas del camino, sentir que la vida ha sido cualquier cosa menos aburrida.
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