Si yo hubiese tenido los pies de Fred Astaire, habría comprado una casa sólo para los zapatos. Habitaciones enteras llenas de zapatos. Creo que es Javier Marías el que tenia un piso en el que sólo había libros. Quizá no sea él. Seguro que hay alguien que puede permitirse ese lujo. Tener un piso que funcione a modo de biblioteca. En casa tenemos los zapatos en el alto de un armario enorme y los libros en un mueble que ocupa una pared entera. En algunas baldas los libros deben ser apilados en varias filas. No sé si tras Nabokov está Proust o si hace falta coger la escalera para coger la poesía de Whitman. En cierto modo acepto no saber dónde están, comprendo que no tengo tiempo para ordenarlos de una manera coherente. Leo a bocados, leo a merced de lo que el azar a veces me depara. Me paro delante de una fila de libros y decido cuál vendrá conmigo. Cuando lo acabo, lo devuelvo a una balda diferente, no le doy un lugar cabal, uno fiable. Imagino que a Fred Astaire le pasaría lo mismo. Cuando tienes trescientos pares de zapatos o cuando tu cabeza y tus pies se entiende como el aire en el viento, puedes dejarte convencer por cualquier par que se te ponga a mano. Es la vista la que disfruta en la elección. Si fantaseas con la posibilidad de ponerte unos determinados, Oxford o Monkstrap, es probable que no des con ellos. Recuerdo una vez en que desistí en el deseo de volver a leer los cuentos de Rudyard Kipling. Mi desventura adquiere visos de dramatismo cuando entro en una librería y dudo si comprar tal o cual novela, no sabiendo con certeza si la leí de un libro que yo comprara o si me lo prestó alguien y, en cualquier caso, no teniendo ni idea de si está en casa o no. Es bueno no saber qué se tiene. Confiar en el azar. Me sigue fascinando el asombro. Creo que vivimos para que el asombro nos asalte a diario y nos desarme. Hace tiempo que comprendí que los placeres más hondos provienen del azar. Los otros, los previstos, son a veces tan buenos como ésos, pero no los igualan en ardor. Es el ardor el que al final cuenta. De no estar, si no se le convoca, el resultado final flaquea. Hoy mismo he sentido el ardor o el fervor o lo que a uno le convenga que sea que lo haga sentir pleno. Fred Astaire lo está con su ejército fiero de zapatos en el suelo. Yo lo estoy incluso cuando no sé si Kipling está aquí a mi espalda, arriba o abajo. Si yo fuese Javier Marías tendría también ese piso comido de libros. El hecho de saber que está haría que Marías durmiera mejor, sintiera que su vida entera estaba en esas estanterías, en todas esas habitaciones ocupadas por libros. Son los libros quienes nos cuentan. O los zapatos si eres Astaire. Eso en el hipotético caso de que se lea. Como no somos Fred Astaire, nos trae más al fresco tener un par de zapatos de más. Igual él no leía. Somos los objetos que tenemos. Ellos nos justifican ante el mundo o ante nosotros mismos. A ver si este verano pongo en orden la biblioteca. Probablemente no haga nada. Pereza o conformismo. Hablo por hablar. Por no saber bailar. Por no tener alas en los pies. "El mío es un estilo plebeyo, pero el de Astaire es de aristócrata", dijo el otro rey del baile, Gene Kelly. Nureyev dijo de Astaire que fue el mejor bailarín del siglo XX. He visto Sombrero de copa montones de veces. No sé si entraría en una de esas listas de películas fundamentales en la Historia del Cine, pero yo adoro la alegría que insufla. Se escucha una de mis canciones preferidas, Cheek to cheek, y la bailan Fred Astaire y Ginger Rogers como si estuviésemos en el cielo y el corazón, al latir tan fuerte, nos impidiera hablar. Lo dice la letra. Eso de salir a pescar o a un río o a un arroyo no se disfruta ni siquiera la mitad como bailando mejilla con mejilla. En la vida real no se tenían demasiado afecto, pero fueron una de las parejas más hermosas del cine. Mi alegría es saber que puedo buscar esos números y ver la ligereza maravillosa de los pies, la grácil compostura del cuerpo.
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