No asentir con vehemencia como cuando entonces me pedías que te lamiera el hambre y nos acostásemos en la niebla.
No flotar, ni ver que alguien flote cuando lo arrasa la lujuria y conoce el temblor cuando los dedos se obstinan en su oficio de orfebre.
No haberme adentrado en el bosque, no ocupar la grupa de un caballo ciego, loco, insomne, como tú cuando me buscas y ni te oigo.
No ser inocente de nuevo, no caminar con los ojos abiertos y el alma limpia cuando la luz no disculpe su belleza y todo sucumba bajo el peso triste del olvido.
No contar con nadie que me ponga en mi sitio, ni que me alerte de la lluvia cuando no sepa sortear los charcos.
No tener al corazón a la vista de todos esos ángeles que se me asoman y no se atreven a contarme al oído historias de aquel tiempo cuando yo fui uno de ellos.
No tener veinticinco años otra vez, no tener un hombre que me lleve de vacaciones, no hablar con la lengua de los extraños cuando se acaban las fiestas y no sabes volver a casa.
No conocer a nadie que sea exacto a mí y se tome su tiempo como yo me lo tomo cuando creo estar cayendo y suspiro para que tarde mi cuerpo en dar con el suelo.
No saber si mi madre me dijo que el amor era una sardina en lata y que yo debía alejarme del olor a podrido que tiene el pescado cuando no eres la hija del mar ni tienes en las manos el rumor del azul o el eco de una ola.
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