No querremos que ningún marino japonés se rasque el ojo izquierdo con el pulgar del pie derecho; ni que un capitán inglés se fume su última pipa de opio antes de que su navío naufrague; ni que mi boca tenga ardores de averno; ni que yo siga esperándote y muera con esta nieve en mis manos, con esta leve brizna de nieve que no te conoce ni te espera; ni que mis versos sean pan para las buenas gentes como la esbelta langosta fue alimento del santo Juan; ni que la primavera permita que los novios perjuros erren mientras el piadoso ciprés sacude plumas azules de pájaros azules como si fuesen hojas; ni que acabe muriéndome sin contar a toda la vecindad que te amé entre el rumor de las campanas, perdidamente, sin que nadie nos viera, por desgracia; ni que esté mi vaso sin colmar de vino ni el viejo Rin transcurra sobrio hacia el temblor ebrio del mar; ni que las moscas se prodiguen en verano bajo todos los puentes de París; ni que las canciones checas que escuchamos ayer se pierdan cuando cierren todas esas tabernas en las que declarábamos nuestro amor enloquecido por la saliva de los dioses; ni que los ángeles muerdan botones de nácar con manchas de semen de gárgola; ni que el fuego obedezca al fuego y la tierra se cubra de moho y de monedas de los siglos de la barbarie; ni que la sangre de los césares laven la sangre de los payasos; ni que tus nalgas de oro vuelquen en el Sena cuando desfilan los tristes con sus ropas de ceniza; ni que amanezca sin que un graznido de ave estinfálida se estrelle contra las vidrieras de Notre Dame; ni que la hija del camarlengo del Papa Pío XI dé a luz a un ángel con la piel ungida en vivo oro.
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