28.12.22

362/365 Spiderman

 



En la infancia uno se finge enfermo por diferentes razones. Una de las que echo de menos es la de poder leer en la cama todos los cómics de la Marvel que mi amigo Belmonte me prestaba. Éramos nños y éramos de la Marvel casi por encima de todas las cosas. En realidad no era un fingimiento absoluto. Lo que hacía era aprovechar la convalecencia para refugiarme en un mundo que, estando sano, casi nunca existía. Creo que de mayores hacemos algo parecido. En el fondo, lo que buscamos es encontrar un lugar en donde ocultarnos durante un tiempo, uno que pueda luego dejarse atrás e ingresar de nuevo en la realidad. La realidad nunca falla: está ahí mientras que tú disfrutas con Peter Parker trepando muros para poner a la sombra a los malos de siempre. Incluso estoy por pensar que la realidad te vigila, cuidando de que no estés demasiado tiempo de vacaciones, esperándote pacientemente. A poco que pisas la rutina de los días, la realidad hace desfilar delante de tus ojos todas las que cosas de las que deseaste huir. La enfermedad es un paréntesis. Da igual que sea de verdad. Hay una parte de enfermedad fingida en las verdaderas. El dolor parece que crece súbitamente. La debilidad se hace fuerte, lo cual es una paradoja maravillosa. Uno se finge enfermo a capricho, contando con la posibilidad de que haya alguien que nos descubra, pero merece la pena el riesgo. En esta edad en la que me encuentro quizá no me llene lo mismo la serie completa de la Patrulla X. El tiempo cobra sus aranceles. Ahora estoy más por una buena novela de Javier Marías (sigo pensando en Los enamoramientos, en su escritura machacona y perfecta) o en un mazo decente de periódicos del día. Hay pocos placeres de tan exigente y completa entrega como levantarse por la mañana y leer la prensa, en papel, no en el sucedáneo digital. Suele no bastar un solo periódico. Lo suyo es que sean cuatro, al menos. De todos los flancos espirituales y materiales. Lo malo es que después de caer en ese trance, la enfermedad puede sentirse bien dentro de nosotros y dejarnos en cama unos días más. Hay cosas que se fingen y luego pasan factura. Será que nos fingimos enfermos para que nos quieran más. 

Soy de la Marvel donde otros dicen ser de derechas o de la cofradía de su barrio. Lo soy sin estridencias. Las andanzas de Peter Parker por Nueva York amenizaron las mías por el Sector Sur. Compraba los tebeos (no se estilaba eso de cómic) en el kiosko de mi calle. Era el Spiderman en blanco y negro, el que todavía no había entrado en el negocio del séptimo arte. Se me podía preguntar por todos los malvados que atizaban a Spidey en los callejones y los nombraba sin error, pero me gustaba Kingpin por encima de los demás. Lo que nunca hizo Stan Lee fue darle cancha a Kingpin. Le relegó a números sueltos cuando se merecía una franquicia para él solo. El Duende Verde, el Doctor Octopus, El Lagarto, El Hombre de Arena, El Buitre, Electro, Rhino, Misterio, Venon o Kraven El Cazador eran villanos de segundo orden. A mi hijo le extraña esa pasión mía por Kingpin, ese mafioso de doscientos kilos, duro como una roca, instalado en el confort de la alta sociedad, ejerciendo el mal con cierta elegancia aristocrática. En su aracnofilia prefiere adversarios que exhiban una contundencia gráfica de más empaque. A la juventud de hoy, entre la que me incluyo cuando me conviene, le fascina un mal distinto al que yo me inclinaba cuando era joven. La culpa la tiene el cine. No es lo mismo empezar en papel y terminar en una pantalla que depender únicamente de los fotogramas para alimentar el hambre de historias. En los últimos setenta, cuando yo compraba los cómics del trepamuros, el cine todavía no había descubiertos las bondades financieras de los superhéroes. A mí Superman, el primero de un amortizado elenco, nunca me entusiasmó. Era de la Marvel como otros son de la DC Comics. Me da igual que Christopher Nolan haya salvado a Batman del olvido y su trilogía sea fantástica en casi todo (la última flaquea en narrativa). Uno es de Peter Parker y ya está. Le importa escasamente que este reflotamiento reciente de la figura de Spiderman no haya cuajado lo más mínimo y se balancee entre el cine de héroes para adultos y el palomitero sin pretensiones que mueve masas de adolescentes a los centros comerciales para ponerse hasta los ojos de hamburguesas después de la proyección. Viva Sam Raimi, dije al salir de la sala al ver Amazing Spiderman. Luego vino Kafka y vino Borges, la poesía renacentista y Humbert Humbert recorriendo los moteles de la América profunda con su preciosa Lo-li.ta, pero antes de todo eso, antes de que la Gran Cultura (esa mentira) me atrapara y me atrofiara, yo gritaba por las calles de Córdoba,"viva Stan Lee, viva Kingpin".

Crecí con Peter Parker. Me alisté a la Marvel, me deslumbró su ejército de héroes y de villanos, de equilibrios que están a punto de romperse o de batallas que se libran sin que nadie deje este mundo cuando concluyen. Soy de la Marvel todavía. Quienes lo son, todos los que entienden a qué me refiero, saben que ser de la Marvel no requiere estar al día en las novedades del kiosko. De hecho no tengo ni idea si la empresa, aparte del boyante negocio de las películas, con sus franquicias y su merchandising festivo, continúa facturando cómics como antaño. Me conforta acudir a los que existan. Incluso soy capaz de contentar mi marvelfilia ojeando imágenes en el buscador del google. Por ahí desfilan todos los personajes con los que compartí mi infancia, mi adolescencia y buena parte de mi edad adulta. Suelo volver a ellos cuando el cine renueva la confianza en su facultad enorme de hacer caja. La hacen sin problema. Parte de que la industria del cine no esté más moribunda de lo que está proviene de la factoría Marvel. Sucede con ese tipo de cine algo curioso: no se le aprecia como se debiera, se le ningunea en las grandes conferencias sobre la salud artística del séptimo arte, se le aparta sistemáticamente en las entregas de premios, pero sin embargo es ese tipo de cine, el que factura la Marvel, el que permite que todo el negocio siga funcionando. Supongo que, en otro hilo de las cosas, pasa con los discos de Alejandro Sanz o los de Pablo Alborán: no son santos de ninguna de mis muchas devociones pero permiten que otros músicos más de mi onda sigan sacando discos. El mercado debe salir a flote, aunque lo rescate un don nadie. Roberto Downey Jr. explicó esto, a su manera, en una reciente ceremonia de los Oscars. Le parecía que Iron Man no había sido lo suficientemente galardonada (no lo fue en absoluto) considerando que era la película más taquillera de ese año. Pasó entonces y pasará en adelante. Si no hubiese crecido con la Marvel probablemene no estaría escribiendo esto. No depositaría el afecto que le profeso a la factoría de cómics por lo que hizo de mi vida cuando mis asideros espirituales no abundaban y precisaba de un canon al que aferrarme. El mío fue Stan Lee. No creo que nunca haya pensado esto lo bastante. Supongo que J.K. Rowling forjará la edad adulta de muchos adolescentes de ahora. Me parece estupendo que esa señora, a la que admiro por lo mismo que admiro a Alejandro Sanz o al modoso Alborán, haya izado el maltrecho (moribundo también) mercado de los libros. Hace falta que gente como Lee o Rowling muestren un camino. Luego vendrán los insectos de Kafka o los balnearios de Mann, pero hay edades en que la ficción suple a la realidad y hace que la vida sea más enteramente feliz. Yo le debo al señor Lee muchísimo. Subscriban aquí los lectores cómplices su deuda. No se cohíban. Está muy bien decir que uno proviene de lecturas enjundiosas o que el cine de culto le ha conformado con la persona culta y espiritual que lo es, pero hay un cuarto trasero, una sala B en la que son otros los intereses. Que quede claro. Hoy Stan Lee cumpliría cien años. 

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