Para mis amigos Antonio Merino, Rafael Roldán, María del Mar Portellano y Auxy Salido, porque los disfrutamos (tantísimo) juntos. Para mi amigo Pedro del Espino, que me hizo acordarme de ellos.
Antes de que nos hagan reír o hagamos reír nosotros, con precavida antelación, adrede y a salvo de la fatiga o la desgana, suele suceder que nos hacen llorar o provocamos nosotros el llanto. Se va de una cosa a la otra con pasmosa compostura o con renovada dificultad, por mucho que se haya reído o llorado. Ese es el patrón, no hay quien lo aplace ni cancele. No hay que arredrarse en exhibir esas manifestaciones del ánimo o del espíritu. Cuenta más reír, también se entiende eso. También cuesta más. Tenemos de la risa y de llanto una intimidad a veces enfermiza. Se cree que exhibirnos riendo o llorando descompondrá la imagen que se posea de nosotros. Como si de pronto canceláramos la entereza y nos mostrásemos vulnerables cuando afloran las lágrimas. Es así, de hecho. Como si la risa, cuando ocupa la cara y nos hace ventilar con más brío los pulmones, también rebajara esa idea que hemos construido para los demás. No sabemos manejar lo que nos abate y nos hace que aflore (es un verbo incómodo en este caso) el llanto. Ocurre eso sin que intervenga voluntad alguna, pero también la risa, ese milagro de la vida, está a mano, se sabe de ella y conocemos los efectos terapéuticos que causa. Es asunto serio la risa. De ella, de lo puramente cómico, dijo Henri Bergson que "para producir todo su efecto, exige como una anestesia momentánea del corazón. Se dirige a la inteligencia pura". La risa es más de eco que de otra cosa. Como cuando se bosteza, la risa convoca risa. Cuando el humor es inteligente, el mundo no está perdido del todo.
Carlos Mundstock, Jorge Maronna, Carlos Núñez, Daniel Rabinovich y Gerardo Massana, fundador del grupo, y, más adelante, Carlos López Puccio forman Les Luthiers, un grupo de estudiantes que amaban la música, la literatura, la historia y el humor. Su función es sustancialmente la de hacernos olvidar el mal que nos aflige o las penurias que prevemos que lo hagan. Nada de lo que no parta un payaso o un cómico o cualquiera que afine su talento al noble y antiguo oficio de hacer reír. No es fácil ese empeño. Hay quien tiene el humor como un don y lo ejecuta y quien no posee ese apero y se contenta con que otros lo hayan recibido. Les Luthiers lo poseen a destajo. Llevan cincuenta años (con sus reemplazos, con los avatares de la vida) difundiendo ese arte absoluto. Contar con ellos es una garantía de que podemos zafarnos (al menos un rato) de ese mal y de esas penurias que han hecho casa en nosotros. Para representar su función, tenemos que pensar en un escenario y en un teatro, usan instrumentos informales y recurren a cantatas barrocas o a canciones infantiles. Imaginan que el espectador al que pretenden alegrar es un adulto al que se le puede extraer el niño que probablemente siga por ahí adentro. Si se entra con el traje de niño ya colocado, la alegría irrumpe con más limpieza, no necesita hacer ningún cortejo. Provienen los miembros de Les Luthiers de oficios poco humorísticos. Cuenta (o contó, ya hay algunos que desgraciadamente no están entre los vivos) con un bioquímico, dos arquitectos, un médico, un abogado, un ingeniero con algunas asignaturas sin aprobar y un director de orquesta. No usan violines o contrabajos. Lo más ortodoxo que puede verse en el escenario es un piano. Los demás útiles fueron bautizados con nombres descacharrantes: yerbomatófono (instrumento de viento construido con el recipiente en el que se bebe la yerba mate), tubófono parafínico cromático (de viento también: consta de 32 tubos de ensayo de laboratorio colocados en una base de material acrílico. La parafina contenida en los tubos modifica la textura del sonido), manguelódica pneumática (un globo de cotillón o dos pegados a la boquilla metálica de una melódica) o serrucho melódico (que no precisa mayor explicación). Toda esa exuberancia semántica (juntamente con el despliegue visual de los instrumentos estrafalarios) es patrimonio del incomensurable Johann Sebastian Mastropiero, a la sazón, compositor ficticio de todas las canciones que acompañan a los números de los espectáculos. No hay bibliografía que ilustre la existencia de este singular músico. Ni documentada y contrastada ni apócrifa e improbable, pero consta que su entusiasmo artístico le hacía convertir un tango en un motete o un jingle radiofónico en un tratado sobre la metafísica de los gases nobles. No gozó este músico de buena reputación, pero hacía reír, pese a todo. "Toda vez que -por necesidades económicas- Mastropiero se vio obligado a componer música a pedido o por encargo, produjo obras mediocres e inexpresivas. Por el contrario, cuando sólo obedeció a su inspiración, jamás escribió una nota." El talento del grupo es el del lenguaje. Confían en que las palabras sostengan el armazón del humor. Las enhebran con rigurosa pulcritud, hacen que intervengan las precisas, a la manera de un texto literario. Como si otras que azarosamente pudieran reclutarse ni de lejos expresaran aquello que debía ser expresado. Son maestros en los juegos verbales, en los equívocos y en la intendencia de la misma fonética (la dicción, el volcado logístico del lenguaje). Se ama a Mastropiero por las mismas razones por las que se ama la bondad inefable de la alegría. Extraordinarios músicos, eran capaces de tocar jazz de Nueva Orleans o cantatas de Bach sin que un atrevimiento u otro desentonase, ruborizase al versado en jazz o en clásica.
Este agradecido usuario de sus proezas espera volver a sentarse en una butaca de un teatro y conocer sus nuevas andanzas, de los singulares acontecimientos en los que se vio envuelto y de cómo se desenvolvió. He visto dos espectáculos de Les Luthiers. De eso hace demasiado tiempo. Son cercanos, casi de la familia. Creo que si los viera en la calle podría acercarme a ellos en la seguridad de que serían amables y no tendrían inconveniente en atenderme, en permitir que descubriera que debajo de los actores están las personas. Yo creo que parte de mi humor, el que pueda tener, proviene del que ellos construyen. Hubo un tiempo en que sabía de memoria sketches enteros. Algunos amigos nos probábamos en el recitado de la gallina que dijo Eureka, el rey enamorado, el asesino misterioso o el romance del joven conde, la sirena y el pájaro cucú (y la oveja). Imborrable la bella y graciosa moza que marchó a la lavar la ropa, madrigal que tomaba como título el primer verso del conjunto, pero luego, pareciendo inadecuado, lo rebautizó, llamándolo: "La bella y graciosa moza marchose a lavar la ropa, la mojó en el arroyuelo y cantando la lavó, la frotó sobre una piedra, la colgó de un abedul..." Dejo en un aparte de oro puro la cumbre absoluta de su ingenio: la cantata de Don Rodrigo Díaz de Carreras, el enigmático personaje que desembarca en el Río de la Plata en 1491, un año antes de que Colón descubriera oficialmente América, motivo por el que se le apoda "El adelantado" y se adentra en la espesura del continente hasta que se le destierra a la isla de Puerto Rico donde habrá de cumplir la pena, pero he ahí que escucha un cantar que a negro destino suena: Chabaia, nenge, nimón.... ¡Achicoria! ". Nos dejaron ya cuatro de los grandes, los fundadores, el alma del grupo: Ernesto Acher en 1986, Daniel Rabinovich en 2015, Carlos Núñez Cortés en 2017 y Marcos Mundstock en 2020. No es cierto eso del todo. Tengo sus voces en mi cabeza. Hacen que sonría o ría sin pudor cuando inadvertidamente irrumpen y las escucho.
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