Me he convencido con los años de que las personas buenas tienen todo el derecho del mundo a ejercer el mal de un modo terapeútico, quizá únicamente por el placer de convencerse (a fuerza de culpa y contrición) de que no hay territorio más hermoso que la bondad y que cualquier extravío de su linde sólo acarreará problemas, cuando no cosas mucho más graves. Es un derecho con cláusulas y con apéndices, uno que al que debe buscársele el matiz, quién sabe si muchos matices. A ello vamos. Leído el argumento al revés, interesa escudriñar qué hay de bueno en quienes se aplican al mal y se enseñorean en ese oficio infame. Todos los criminales tienen un corazoncito, dicen las malas películas. Incluso el desalmado más retorcido, llegado el caso, exhibe maneras visiblemente decorosas y se inviste con los mismos atributos de humanidad que los otros, los buenos, los limpios de corazón y todo eso. Las razones por las que hacemos cosas que no debemos (las del pecado, las del delito) dan más literatura que las razones por las que hacemos lo correcto y ni pecamos ni delinquimos. Al mal se le matrimonia con las virtudes del entretenimiento, aunque duela en el fondo admitir que nos fascina esa desviación, ese apartamiento innoble de las normas y del sentido común.
En los patios de colegio, los niños buenos se arriman al barullo de las peleas que montan los malos. En las películas de serie negra, el hombre centrado y cabal se malea cuando la femme fatal le echa el lazo. El gran cine negro es una extensión gloriosa de esa premisa simple. Gana la perdición (precisamente ése es el título de una de las mejores tramas de cine negro que un servidor ha visto). No se sabe bien a qué instrumentos acudir para encauzar el camino al descarriado. Ni los curas de barrio ni los psicólogos dan con la tecla. No sabemos qué pedagogía aplicar. Igual esa fascinación está íntimamente ligada a nuestra naturaleza. Como cuando un animal, según su carácter, aun comido, no deja pasar la oportunidad de morder el cuello de otra pieza, aunque sea para conocer el concepto de postre.
En lo que a uno le concierne, se ha visto asomándose al abismo, mirando con cierto apasionamiento lo que ahí abajo se ofrece. La visión no siempre ha sido rechazable. Lo bueno de pecar es que se queman muchas toxinas, seguro. Lo malo es que luego la conciencia, esa bicha canalla que te visita a poco de conciliar el sueño o en el mismo trasegar del día, entabla contigo un diálogo del que no sale uno indemne casi nunca. A lo mejor el mal al que podemos acercarnos sin culpa, libres y absolutamente entusiasmados, es al que procura la ficción. Muchos de los mejores libros que yo he leído hablan de él. Mi Patricia Highsmith, mi Howard P. Lovecraft, mi Charles Baudelaire, mi William Blake. El tormento del mal se alianza con el gusanillo del vicio. Van los dos en comandita, de parranda, entrando a los tugurios y empinando el codo, mirando el culo de las mozas y prorrumpiendo con la sabida vehemencia en expresiones soeces. La palabra que mejor expresa todo este tumultuoso argumento es transgredir. Se transgrede para madurar, me dijo una vez (con estas palabras) un buen amigo en una barra de bar, contentos de éteres y de cháchara. Malos no somos, debimos decir, pero motivos tenemos para serlo, como dijo Cela en boca de su Pascual Duarte. Mejor es la afirmación escabrosa y llena de picardía de la promiscua Mae West: "Cuando soy buena, soy muy buena; cuando soy mala, soy mejor".
Hoy arrancó el lunes con su promisión del obligaciones. Las tomamos en serio o las desoímos. Las abrazamos con vocación o las expulsamos con saña. No se arrimen al pozo, que se pueden caer. Si ven una trifulca, aléjense. Tampoco la inicien ustedes. No sabe nunca si puede uno aficionarse. En todo caso, lean a Highsmith, a Lovecraft, a Baudelaire, a Blake. Atibórrense del mal escrito y dejen el real para los que no tienen nuestro buen gusto por la literatura. Ella será la que nos salve a todos.
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