22.9.22

265/365 Terrence Malick


 

1

Cae uno en la cuenta de que no se puede ser sublime sin Interrupción, sostener la grandeza a tiempo completo, investirse de genio con sobrada elocuencia y no incurrir en reiteraciones, en pequeños bucles que, al ojo avisado, le parecen evidencia de un estado letárgico de la inspiración. Se reconoce también el hartazgo ante la genialidad ajena, aunque esa aseveración no esté siempre esgrimida con serios argumentos. En cine, Terrence Malick es el genio del que no cabe argüir mayor objeción que la del cansancio o la de la comodidad. Filósofo summa cum laude, razonablemente dotado de un sólido sentido de la narrativa, Malick se ha ido adhiriendo a un modo de filmar donde la imagen cuenta más que el libreto, donde el montaje ocupa las líneas de texto que no abundan y donde la naturaleza se erige como auténtico (franco, legítimo, honesto) vehículo transmisor de emociones. Contiene su cine (no todo, pero muy llamativamente en casi el grueso de su filmografía) un mirar puro que apela al hombre como inquilino de un mundo que no entiende y que lo trasciende y sublima. Sus extremadamente bellas imágenes causan zozobra y estimulan una contemplación de un lirismo que, para bien o para mal, como revelación o como hartazgo, calan. 

2

Érase una vez hombre que vio el cosmos dentro de su corazón. En el corazón de este hombre visionario, un corazón henchido de luz, un corazón puro al que se le confiscó la brutalidad del latido y se le otorgó la facultad de mirar al mundo y de arrimar el latido del mundo al suyo propio de forma que al final, en el matrimonio resultante, el que acercase el oído al pecho no distinguiese entre una música y otra porque, a decir de este fantástico hombre, ambos latidos son el mismo y suenan como si fuese en verdad uno solo. Poesía para el ojo, metáforas de luz. 

3

No creo que exista un cine universal, apto para todos los públicos, confeccionado para ser apreciado enteramente y de forma masiva por el espectador. En toda creación artística debe existir un pulso críptico, una especie de páramo en donde no crece la hierba ni azota la lluvia, donde el sol no ilumina la tierra ni la luna baña en oscuridad los árboles. La obra de Malick posee páramos, trayectos de niebla que turban a quien desea comprenderlo todo y se siente estafado cuando una brizna de trama se escapa a su intelecto. En El árbol de la vida se precisa una predisposición fílmica (por decirlo de alguna manera) que no todo el público está dispuesto a entregar. Es más: en El árbol de la vida hay tramos de metraje en donde incluso el espectador con más entereza y de más fina complicidad con lo que observa puede caer en un letargo de tedio y plantearse muy en serio la continuidad de ese contrato firmado previamente. Siendo una película manifiestamente luminosa (Malick ama el sol, Malick es un explorador celeste) uno no deja de sentir el peso formidable de la oscuridad. Será porque el universo es, en esencia, un lugar oscuro. Será porque el alma es también un páramo, uno de esos lugares que no es posible entender enteramente. El alma considerado como espectáculo de primer orden, esponsorizable, hecha también (si el lector lo ve conveniente) mercancía factible de concursar en bolsa.

4

Nunca estuvieron bien vistas las metáforas. La poesía, incluso varios milenios después de su gloriosa fundación, sigue siendo un bien menor. Lo que funciona a pulmón lleno es la narrativa en la que brille una historia. Malick carece de historia: no tiene inconveniente en malograr la posible historia entrevista en los márgenes y se obstina en registrar la naturaleza íntima del universo y conducirnos a la teoría de que es el universo el que guía nuestros pasos y que todos, al cabo, somos puntos de luz o puntos de sombra en el mapa cósmico. Lo que hace de El árbol de la vida la ambigua y frágil película que es está precisamente en su asombrosa ambición, en la fe absoluta que se entrevé a poco que uno entra en materia y percibe (entre el sofoco místico y la fascinación emocional) que está asistiendo a algo único. Quizá no algo extraordinario, tal vez no la obra maestra que algunos se empecinan en vender, pero sí (y en grado extremo) algo de una hermosa extrañeza, un arrebato de cordura teológica en un mundo al que se le extirpado el centro moral y va dando tumbos. La teología de Malick no es reprobable: no es de cuño católico ni se afilia a una iglesia concreta: es una teología seminal, primigenia, de un simbolismo que a veces duele. Por eso el film es un tesoro visual al que se le echa en falta un asiento más vehemente en lo terreno, un querer decir cosas sin tener que echar vuelo y buscar a Dios en el infinito.

5

En la celebración de lo extraordinario se exhibe la fascinación del ser humano ante la magia. Puede ser sublime o ridículamente forzada. Ese fervor hacia lo invisible, del que no es ajeno la religión, construye templos, levanta altares, iza símbolos y conduce (a capricho del asombrado) la vida hacia un destino trascendente. No sé si las películas de Malick (El árbol de la vida, Song to song, El nuevo mundo, To the wonder) son trascendentes. Sé que mi percepción de sus obras perdura a lo largo de los días, se agranda, adopta formas diversas y acuden a mí sin que yo se lo pida, transformadas, haciéndose fuertes adentro, llenándome. A veces el llenado se evacúa con insólita habilidad también. Lo que llena es el masticado que se les hace, su digestión larga. El hecho tangible de su visionado, la rutina de sus fotogramas, no es relevante: lo es el apropiamiento que hacemos de ellas. Basta eso. 

6

En ese aspecto, El árbol de la vida es la película que más me ha afectado. Está lícitamente usado el verbo. Hace años que no percibo con esta intensidad la presencia de un libro o de una película en mi memoria. Su eco es ancho. Pero El árbol de la vida tiene muchos ecos. Algunos son defenestrables, no merecen perdurar, cansan, producen incluso cierta sensación de bochorno. A pesar de todo, sobreviven. Malick, el genio, el talento puro, el hombre escondido, apesadumbra, cansa, rompe.

7

Se puede ver El árbol de la vida sin que Dios lo cruce todo. La liturgia formulada por Malick, el catecúmeno, la expresión íntima del filósofo sin filosofía, registra en fotogramas (ágrafamente) un prontuario de mandamientos. Algunos apelan a lo ecológico y otros, trufados de un simplismo new age, piden a voces que Bucay los escriba y venda millones de libros en las gasolineras del mundo. Pero esos mandamientos son sutiles, no están forzados, no imponen una doctrina: se limitan a apuntar las evidencias de esa comunión entre el ser y el universo. Malick captura esa esencia de lo cromático, de lo atmosférico, de lo puro al servicio de lo religioso sin vender libros de salmos. Se empapa de una solemnidad en ocasiones vacua, pero solemne al cabo. El espectador exigente, el hecho a andar por estos caminos del cine considerado como una expresión únicamente artística (borren la narrativa, quiten la historia, olviden el mainstream, den la espalda a la industria) encontrará en la películas muchísimos motivos de alegría. La quimera del director es la suya propia. La osadía del directo, incluso resuelta a veces con tibieza, es la suya propia también. El otro espectador, el que desea placer por encima de relleno espiritual, el que se sienta en la butaca anhelando disfrute y pidiendo a gritos evasión inteligente, palomitas con pedigree (si se quiere expresar así) saldrá molesto con el jodido Malick, preguntándose si no hubiese sido mejor salir a media película y deseando en la medida de sus posibilidades advertir a los otros del desvarío al que ha asistido. El árbol de la vida es una anomalía, es un desvarío, es un cuerpo extraño que la ha salido al show business y que está arrasando, más que en cines, en prensa, en blogs, en barras de bar. Como si hubiese vuelto Bergman. Malick es también Rohmer y es la música de la gran Europa. 

8

Reina lo espiritual hasta el punto de que podríamos prescindir enteramente del texto y montar una obra muda, un ejercicio abstracto o incluso un documento visual sin engarce, al que se le ha retirado todo apoyo verbal y fluctúa entre la grandilocuencia paisajística (el cosmos es el gran paisaje) y la intimidad musical. Reina lo poético, pero es una poesía que no alcanza a emocionar como lo hacía (pongo por caso) Un nuevo mundo, la mejor película de Malick o incluso La delgada línea roja. En todo el cine de Malick (no he visto Días del cielo) hay esa sencillez, ese afecto sin complejos hacia lo natural, de modo que hasta las historias (las de amor, las de superación, las de descubrimiento) no son historias, es decir, relatos con un propósito narrativo, sin la intervención didáctica de la naturaleza, que se convierte en un tejido que todo lo cubre, en una urdimbre con una voz y con un propósito, en un modélico atrezzo, que Malick mima y eleva a la condición de personaje. Panteísmo filmado. Volvemos a esa obsesión (tamizada, prudente en todo caso) del hombre por el orígen de todas las cosas. Como si quisiera filmar el big bang y le salieran películas que hablan de soldados en Guadalcanal, de colonos en la tierra prometida o de padre e hijos que nacen y mueren en la América de los años cincuenta. Todo sirve para el fin que anhela: todo son pedazos de una misma unidad.

9

Dentro de la métrica del film (de muchos suyos) está Walt Whitman, está el poeta en pos de la armonía, el poeta manumitido de la experiencia e izado al aire, respirando el mundo, inhalando el espacio celestial, convertido de pronto en privilegiado espectador de la Gran Obra de un Creador y zarandeado por todos los demás poetas en la creencia de estar zarandeando al único, al verdadero poeta del cosmos, al ungido por los estros celestiales, al señalad por la divinidad (sea esto lo que quiera que sea) para recitar los versos de la inmensidad.  La mirada del poeta es la misma mirada que la del director. Observan con esmero, horadan el objeto, lo desmenuzan, lo integran con el pensamiento y hacen que el propio objeto sea parte misma de quien lo está observando. El panteísmo, ah juguetón Malick: la gloria infinita, la gracia, en fin, toda esa métrica sin endecasílabos de los santos varones del éter metafísico que ha llenado templos y ha fatigados imprentas. Viéndola sentí que estaba asistiendo a un cierre, al finiquito de una obra. Luego lo he corroborado al ver películas de Malick de perfil más bajo. No se puede ser sublime todo el tiempo. Como si, sin airear a los medios que deja el cine, contase esa decisión de forma encriptada, envuelta en el artificio preciosista de esta obra rotunda, aunque irregular. Tan rotunda como irregular, diría yo. Sentí también que la crítica iba a demolerla o a endiosarla. Incluso que era un film para las escuelas de cine o para los cafés en las terrazas, cuando de pronto alguien coge el hilo de Dios y se pone la cosa trascendente. La tercera cosa que pensé, he aquí al espectador metido en la trama, pero pendiente de sus mundanas cogitaciones, es que a Sean Penn le vienen de perlas (y no es un halago) esas caras fúnebres, de acelga maniatada. Que es un pedazo de actor al que el tiempo ha agriado y convertido en un pedazo de actor agriado. Luego está Brad Pitt, que no suelta prenda sobre la trama del film en ruedas de prensa o en Cannes. En realidad no hace falta que el elenco (qué bofetada de palabra es elenco) cuente de qué va una película, pero vivimos en un mundo en donde todo se conduce por criterios financieros y ni el propio Malick, a pesar de su perfil cerrado y de su nombre hecho un búnker a lo Salinger, muy a pesar de que en algunos tramas parezca estar creando un testamento antológico, modélico, dejaría pasar la oportunidad de que todo hijo de vecino vea su catarsis fílmica, la imponente (por ambiciosa, por mística, por telúrica, por arcana) obra que ha regalado al público.

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El árbol de la vida no es uno de los documentales más complejos de National Geographic. Tampoco intervino Bucay como asesor de contenido espiritual. Coelho pidió entrar en el comité de expertos cósmicos, pero alguien debió explicarle lo serio del proyecto y el buen hombre, sin inmutarse, apenas afectado, volvió a su laboratorio de aforismos. El peligro de la cinta de Malick es su inclinación natural al ridículo. Como cae menos de lo que uno creería, sometida su trama a la más severa de las consideraciones, se saca la feliz conclusión de que Malick es un genio.

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Se olvida con frecuencia, ensimismado uno en el relato cósmico, en la fundación misma del misterio, la historia doméstica, lo entendible, lo que no precisa desencriptarse, el cuento del american way of life representado por una familia menos convencional de lo que parece, con su patriarca severo, aunque fragil e incapaz de relacionarse con lo ajeno, de crear empatías durables, con su madre amorosa y cercana, pura o en vías de esa pureza, con los hermanos en apariencia felices, pero precarios y atormentados. A Malick lo que le importa no son tanto los personajes y su cruzada interior sino el incrustado del personaje en el marco en el que convive, el despojamiento progresivo de lo individual en aras de lo universal.

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Lo malo es lo que contra la ética, contra su ideal consensuado. En la obra de Malick, en este film más propiciamente, no hay una bondad y tampoco una maldad: hay un principio de incertidumbre moral, una voluntad maximalista, sin afecto por lo cotidiano, una totalidad súbitamente revelada, un discurso de magia y de fuegos de artificio, pero en esta dinamo está Zaratustra (ay, ahí veo a Kubrick, el otro Malick, aleteando, en espíritu, por el set de rodaje del film) con su barba milenaria, herético, sublime, fiero con coartada, reclutando adeptos, alambicando salmos, componiendo la sinfonía primera, la del big bang primario. Es la antigua batalla entre la luz y la sombra. En realidad no puede uno quedar al margen del discurso del director. No cabe la posibilidad de la indiferencia. Pienso en el Anticristo de Von Trier, en el Oldboy de Chan-Wook Park: pasa con estas escasas películas que no las miramos con los mismos criterios emocionales o puramente narrativos que el resto. 

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Lo sagrado es lo profano. La superficie es profana. La piel es impura. Lo puro, en su extremo, linda con lo turbio. La rutina, extendiéndose, al prolongarse, cuando se asienta, engrandece cualquier pequeña desviación de su trazado. Si oigo mil veces seguidas la sencilla nota do y de pronto surge del vacío un sencillo fa, todo es fa.  El do deja de existir. Mágica, paradójicamente, mi cerebro (mío en su entera falibilidad) no cuenta ya con el peso de la experiencia y sólo disfruta (ay) con la novedad, con lo que no avisa de su llegada e irrumpe, taladrando. En cierto sentido, El árbol de la vida es un fa maravilloso, un fa imposible, un fa cuántico. Malick es el demiurgo estajanovista de este pentagrama colosal, pero una vez que hemos comprendido (primero) y admirado (después) su propósito, dejamos de prestarle atención, lo reducimos a excentricidad. Y entonces: Viva lo excéntrico, viva este fa inclasificable. 

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Terrence Malick no lo puede todo, lo alcanza a registrarlo todo, no se empecina en responder a todo, no desea penetrarlo todo, pero hay momentos en su película en que es legítimo ponerlo todo en duda y pensar que, en efecto, lo puede todo, lo registra todo, lo responde todo, lo penetra todo.

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El cine de Malick da una extraña paz y un desconsuelo enorme también. Me he sentido traicionado y reconfortado al tiempo. He contado en privado a algunos amigos lo difícil que es pensar a veces en lo que nos perturba. Hay un desequilibrio hermoso en este arrebato de lujuria cósmica, una a veces inasequible voluntad de registrar en imágenes lo que quizá hubiese sido mejor registrar en palabras, en el texto. Ese es otro asunto. Si todo puede ser convertido en película. Si hay argumentos o ideas o fogonazos de creatividad que eluden el volcado en imágenes y se dejan querer más por la voluptuosidad formal e intelectual del texto. Mi cabeza no entra en estos meandros de lo audiovisual. 

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Una idea, otra: Malick ama a Hopper. Hay fotogramas que son cuadros suyos. 

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Mi profesor de Literatura José Luis Sánchez Corral, ay cómo le echo en falta, pondría las cosas en su sitio. Y sí, habría disfrutado horrores con este fundido en negro sideral de un hombre, Malick, que tan sólo ha pretendido contarse a sí mismo las razones de la vida y de la muerte. Ya digo, un filósofo sin filosofía, un conferenciante de feria con una maleta llena de metáforas. ¿Que el talentoso Malick también la pifia y su carraca de prodigios a veces suena sin ritmo y produce sonrojo el sonido que produce? Por supuesto, oh lector. Soy razonablemente malickiano. Supongo que esa es la única vía de no salir tocado (emocionalemente) de esta orgía de significados.

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